Teresa Vázquez Mata. Tras bambalinas

Teresa Vázquez Mata. Cada año celebramos a la mujer que nos enseñó a caminar la vida, en medio de una historia de amor. ¿Y por qué no reconocerles con el cariño que merecen cada día? Por haberlas tenido, por las que viven, por las que sentimos como tal; por las que se comportan igual a ellas, aun sin haber engendrado a un hijo en su vientre: ¡festejémoslas siempre! En esta ocasión, Teresa Vázquez Mata, miembro del Taller de Escritura Creativa Miró, nos invita a reflexionar desde el amor recíproco entre una madre y un hijo.

Tras bambalinas

Frente al camerino de Ramiro, primero escuché sollozos, luego el llanto y, por instinto protector, decidí abrir la puerta. Allí estaba, con la cara sumida entre sus manos, sacudiendo hombros y espalda.

Tal vez, no sabe quién soy, porque mi trabajo en el teatro es mostrar las butacas al público. En cambio, él es nuestra estrella.

-Ramiro –susurro–, ¿qué te pasa?

Nada. Sorprendido, voltea con los ojos llenos de lágrimas e inocentes, como los de un niño. Entonces, se aferra a mi cintura para continuar llorando. Y acaricio su abundante y rizada cabellera oscura, sin poder pronunciar palabra alguna.

-Extraño a mi madre –dice al fin y como buen histrión pasa del dolor al placer de los recuerdos–. Mamá acudía a todas las presentaciones de la escuela, confeccionaba el vestuario; me ayudaba a memorizar, aunque sólo fueran dos líneas. Recuerdo que, tras unas cortinas de baño, apilaba ladrillos o cajas, para que me subiera y yo repetía poemas o diálogos; mientras ella aplaudía rebosante de orgullo. Siempre creyó que podía convertirme en un actor de verdad y que la gente pagaría para verme en escena.

“No te dejes vencer por las adversidades”, decía y en medio de la pobreza que nos aquejaba, compró aquellos libros de dramaturgia y consiguió matricularme en la Facultad de Artes Escénicas. Realizó todo tipo de trabajos, sin descanso, para que me convirtiera en el mejor y lo consiguió.

Ojalá hubiera sido igual de afortunada –pensaba, escuchándolo–. Estudié, me esforcé; tomé clases de acrobacia para ser más versátil en el escenario y sólo me he acercado a uno para señalarles sus asientos a los espectadores, sintiéndome una más entre ellos.

-¡Siempre deseando estelarizar un monólogo…! –continuaba Ramiro, ensimismado–. Desde pequeño me visualicé con todas las miradas puestas en mi figura: solo, iluminado por reflectores… Finalmente, ese día llegó y ahora no puedo terminar de maquillarme porque ella no está… ¿Cuántas personas hay afuera? –preguntó de pronto, quizás entrando en la conciencia de que, cual profesional, debía concentrarse para llegar a escena como el justo protagonista de “Puras cosas maravillosas».

-Se vendieron 400 boletos y tenemos llenas las funciones del fin de semana –respondí sonriendo, frente al espejo donde comenzó a darle vida al personaje.

-¿Lo ves Lety? Todas esas personas me verán –¿sabía mi nombre? –, pero daría todo lo que tengo por ver a mi santa madrecita, en primera fila, disfrutando a su unigénito durante noventa minutos.

Entre ejercicios de respiración, me contó que con los primeros sueldos le compró a la mamá todo lo que necesitaba; después, cuánto deseó lo encontró para ella.

-De habérmelo pedido, le hubiera traído algo mucho mejor que la luna…

En el altavoz, se escuchó: “primera llamada” y, luego de convertirme en su cómplice tras bambalinas, supe que defendería la obra como nadie. Cuando la madre se accidentó, camino a su primer espectáculo, él sintió de pronto ese extraño dolor en las entrañas y “el corazón me empezó a palpitar más rápido”, aseguró. Por más que quisiera olvidar aquella sensación, el cuerpo tiene memoria y hay emociones que jamás se olvidan. Por eso al abrirse el telón, durante cada función de la temporada, Ramiro atrapaba al público, recordándola:

“¿Qué es lo que hace a la vida más brillante? ¿El helado? ¿El color amarillo? ¿Las guerras de agua?

Cuando algo malo sucede, tu cuerpo lo siente antes de que tu cerebro se entere de lo que está pasando…”