Teresa Vázquez Mata. Te llamaré Narciso

 

Teresa Vázquez Mata. Convirtiendo en historia todo cuanto la rodea, construye nuevos mundos. Poniéndole color y energía al verbo, descubre los conflictos existenciales del ser humano y nos invita a reflexionar. Con sobrado talento, le ha dado valor a la narrativa contemporánea, regalándonos el México de su mirada o su sentir.

Bajo la tutoría del maestro Miguel Barroso Hernández, destaca en el Taller de Escritura Creativa Miró. Y es que a Tere, escribir, se le ha vuelto una pasión a la que no quiere renunciar.

 

Te llamaré Narciso

 

Despiertas, en realidad, frente al espejo del baño que refleja tu imagen de la cabeza a los pies:

“¡Dios mío! ¡Ese no soy yo!” Te pellizcas y “¡auch!”: duele. Y, sí, realmente eres tú; no se trata de un sueño.

La frente es mucho más amplia de como la recuerdas. El escaso cabello ha perdido color, textura. “¿Y estos ojos apagados? Los míos son grandes, expresivos”. Ni siquiera notas el rastro de las tupidas pestañas que heredaste del bisabuelo y tantos suspiros arrancaron en la juventud.

 

La nariz aguileña sigue siendo la misma de todos los hombres en la familia, desde tiempos inmemoriales. Pero por boca sólo queda una raya con las comisuras hacia abajo. “No es posible, la mía es grande y carnosa”. Hasta era motivo de burla en tus años escolares. Bromeaban, porque en ella se notaba claro algún gen africano.

 

Bajas la mirada y, “madre mía”, luces el abultado vientre que justo tenía ella a los cinco meses del embarazo de tu hermanito Leopoldo; a quien, hasta la fecha, le sigues llamando “El Pecas”, sin importar que ya debutara como abuelo, adelantándosete.

 

Estiras los brazos y sigues teniendo diez dedos, por suerte; pero hay arrugas de más, manchas y cuando los cierras, duelen… Y pronto te resultará difícil asir objetos o abrir frascos. “¿Dónde quedaron las manos que trabajaron, cargaron y confortaron a mi esposa e hijos? Estas no me sirven para jugar frontón”. Tampoco serán útiles en futuras partidas de dominó. Con frecuencia caerán fichas al suelo y te resultará imposible recogerlas; hasta que uno de los nietos que tendrás venga refunfuñando y te diga:

—Abuelo, ¿ya se te volvieron a caer?

“Y estas piernas flacas, ¿cómo van a correr, saltar, pedalear mi bicicleta?” Las otras, eran capaces de terminar maratones, de escalar cumbres y hasta la barda en aquella ocasión cuando perdiste las llaves de la casa.

“Definitivamente, la imagen que me devuelve el espejo no puedo ser yo”, piensas y seguro ves a tu padre al final de su vida. ¡Estás equivocado! Mientras escudriñas al supuesto desconocido, con pesar, más empiezas a reconocerte.

 

–Mírate en este espejo —decía el viejo, pero creíste que siempre ibas a tener abundante y oscura cabellera, que tus brazos y piernas serían fuertes o que sortearías, como superhéroe, cualquier problema de salud. “¿Por qué no lo habré escuchado, para aceptar que, un día, me llegaría lo inminente y natural?”

 

¡Estás vivo! Las extremidades, ahora sin tono muscular, siguen sosteniendo tu cuerpo y aún puedes abrazar. Las quimioterapias se llevaron pestañas y cejas, pero también el cáncer. ¡Acéptalo! Puedes abrir la boca y comer, hablar, cantar… Otros, tuvieron que callar para siempre.