ATILIO ALBERTO PERALTA MERINO. Las pretensiones de un fiscal canario

Por: Atilio Alberto Peralta Merino

El pasado lunes 22 de mayo se llevó a cabo la audiencia fijada en la causa que se sigue bajo la toca 1351/2022 a cargo del Segundo Juzgado de Instrucción de Arona es la Isla de Tenerife, en contra Pedro José Afonso Pérez señalado de haber incurrido en el delito de difamación en perjuicio de José Miguel Rodríguez Fraga alcalde del municipio de Adeje y presidente del Partido Socialista Obrero Español en Canarias.

La derogación de los denominados delitos de imprenta fue una de las principales bandera de las grandes sublevaciones que estremecieron Europa entera en 1830 y 1848 a las que hiciera referencia Víctor Hugo en sus obras, ello para no referirnos a la formidable sublevación de París en 1871 a la que cantara Arthur Rimbaud en los poemas de “Una Temporada en el Infierno”; están, por lo demás, derogados en el orden jurídico de la República mexicana desde hace varios lustros.

Llama la atención, en consecuencia, que el fiscal de la causa hubiese solicitado en la audiencia en cuestión el que se “retirara una publicación hecha en un medio digital publicado en México por personal de nacionalidad mexicana y domiciliada en territorio nacional.

La justicia del Reino de España no ha girado oficio o exhorto o carta rogatoria por la vía consular o diplomática que solicite la cooperación de la justicia mexicana para llevar a cabo notificación alguna en territorio mexicano referente al asunto que fue ventilado el pasado 22 de mayo en el juzgado segundo de instrucción de Arona en Tenerife.

La pretensión de extraterritorialidad es digna de llamar a sorpresa por tratarse de una conducta despenalizada en México y que, incluso, dado el criterio sustentado por el Ministro Arturo Zaldívar y adoptado por la Suprema Corte en la causa seguida entre Enrique Krause y el diario “La Jornada”, ni siquiera daría pie a una causa civil por daño moral, dado el carácter de figuras de la vida pública que asiste a los contendientes.

Ante una eventual orden de retiro que, de entrada anuncio, será desacatada, las autoridades mexicanas tendrían que sujetarse al criterio consignado en el Artículo 15 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos que al efecto establece:
“No se autoriza la celebración de tratados para la extradición de reos políticos, ni para la de aquellos delincuentes del orden común que hayan tenido en el país donde cometieron el delito, la condición de esclavos; ni de convenios o tratados en virtud de los que se alteren los derechos humanos reconocidos por esta Constitución y en los tratados internacionales de los que el Estado Mexicano sea parte.”

El mismo tratado de extradición suscrito al efecto con el Reino de España establece que la conducta debe ser constitutiva delitos por los estados suscribientes para que la extradición resulte procedente.

Tratado con cuyo devenir, dicho sea de paso se habría iniciado en algún momento una pretensión de aplicación extraterritorial de la legislación y de la autoridad de una nación extranjera en territorio nacional, siendo dudoso que tal pretensión prosperase en las actuales circunstancias.

Fue mucha la tinta corrió en encendidos y encontrados alegatos referentes a la validez del tratado de extradición suscrito por el estado mexicano con el reino de España, en atención a que, en aquel lejano año de 1978, cuando la península estrenaba una Constitución que dejaba atrás la carta republicana del 14 de abril de 1931 , el instrumento en cuestión fuera suscrito por Santiago Roel.

La Corte de Justicia en México validó el instrumento en cuestión, haciendo caso omiso de las impugnaciones que establecían que la facultad de suscribir tratados constituye una atribución asignada en la Constitución al Presidente de a República y no a integrante alguno de su gabinete como al efecto lo sería en la especie el titular de la cancillería.

Décadas después, la célebre extradición de Rodrigo Miguel Cavallo concedida a la justicia española por las autoridades mexicanas, reclamado por aquella para conocer de conductas presumiblemente constitutivas de delito perpetradas al efecto en el territorio de la República Argentina, puso en entredicho, no sólo el alcance del contenido obligacional del tratado de 1978, sino el sentido mismo de la “Convención de Viena de Derecho de los Tratados” de 1969.

México, en todo caso, habría tenido que asumir plena competencia cono conocer de la pertenencia a la delincuencia organizada, cuyo tipo penal fue legislado en el orden jurídico interno del país por aquellas fechas, así como lo concerniente al robo masivo de vehículos automotores en grado de tentativa que el torturados de nacionalidad argentina se aprestaba a llevar a cabo en territorio nacional, tal y como de manera novelada lo narra Elmer Mendoza en la trama de “El Efecto Tequila”.

No obstante, la materia del requerimiento de los jueces de la audiencia de Madrid no concernía a la competencia de las autoridades mexicanas, y la solicitud para conocer de aquellas tampoco correspondía, por principio de cuentas, a la jurisdicción territorial de los tribunales ibéricos.

Previamente, no obstante, en el caso de las acusaciones contra el dictador chileno Augusto Pinochet, la justicia hispana asumió el criterio de la llamada “jurisdicción universal” para conocer de cualquier conducta que pudiera considerarse una infracción de “lesa humanidad”.
La finalidad resultaba loable de manera por demás indiscutible, sin embargo, con tal determinación se veían afectados tanto el criterio de jurisdicción territorial , establecido desde el siglo XIV por Bártolo de Sassofferrato , el formidable glosador de Perusa del “Digesto” del emperador Justiniano.

Bajo dicho criterio, terminaba vulnerándose asimismo, el principio de soberanía política, esbozado en los “ Seis Libros de la República” de Jean Bodino y consolidada en la vida de las naciones a partir del “Tratado de Paz de Westfalia” de 1848.

De mayor claridad y contundencia resultaba invocar la simple necesidad forense de trasladarse “in situ” al lugar de los acontecimiento, como puede leerse en las aventuras de Shrlock Holmes o de Hércules Poirot, después de todo, podía resultar absurdo e incluso ridículo en la época , conducir las pesquisas sobre llamado caso de “ las muertas de Ciudad Juárez” desde la Ciudad de México, y, ya no digamos, pretender conducir tales pesquisas desde Madrid.

En consecuencia, fue suscrito el Tratado de Roma para el establecimiento de una Corte Penal Internacional, con la doble intención, de erigir a la referida instancia, por una parte como heredera de los tribunales “ad hoc” establecidos en la década del 90 para conocer de crímenes contrarios al Derecho Internacional tanto en la consecución de las diversas guerras empalmadas en la antigua Yugoslavia como en la región africana de los “grandes lagos” correspondientes a Ruanda y Burundi.

Constituyéndose por lo demás, en la instancia competente para conocer de delitos de lesa humanidad en un plano supranacional que no transgrediera la soberanía de nación ninguna, observándose el principio esbozado por el propio Bártolo de Sassoferrato “par in parem non habet imperium”: “entre iguales no hay jurisdicción posible”.

La audiencia de Madrid, por su parte, en los momentos en los que pretendió argüir el denominado principio de “jurisdicción universal”, jamás pretendió llevarle al extremo de que los tribunales españoles pudieran conocer respecto a un delito derogado en el país en el que eventualmente hubiese tenido verificación la conducta materia del sumario.

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