Fideicomisos de la Corte el “Huevo de la Serpiente”

Por : Atilio Alberto Peralta Merino

El 31 de diciembre de 1994, al unísono de que era desplegado un golpe de estado contra la judicatura del país por parte del presidente Ernesto Zedillo, se entronizaba en nuestro sistema una controversia constitucional entre poderes.

La controversia entre poderes es propia de los sistemas que atribuyen el control de constitucionalidad a un órgano político y no judicial como acontece con el Consejo de Estado de Francia, o su antecesor el Senado Conservador napoleónico, modelo del Supremo Poder Conservador estatuido entre nosotros por las Siete Leyes Constitucionales de 1836; en consecuencia, la reforma del 31 de diciembre de 1994, convirtió a la Suprema Corte de Justicia de la Nación en un ente híbrido con atribuciones de índole tanto jurisdiccional como políticas.

A partir de 1993 se estableció entre nosotros un procedimiento de calificación judicial de los procesos electorales, en aquel momento, el órgano judicial en cuestión quedó conformado por un cuarto poder del estado, hasta que, en 1996, dicha instancia quedó adscrita al poder judicial de la federación.

Los célebres “Votos” de Ignacio L. Vallarta desestimaron el criterio de la “competencia de origen” sostenida por la Corte bajo la presidencia de José María Iglesias, y cuyo eje toral estriba en atribuir al poder judicial la facultad de calificar la legal integración de los poderes públicos en los comicios, sean estos directos o indirectos; el denominado amparo “ de León Guzmán” del 23 de agosto de 1878 por su parte, dejó asentado entre nosotros el criterio del magistrado Tracy de la Corte de los Estados Unidos , que en lo conducente sostiene que los tópicos políticos, entendiéndose por tales a los actos que se realizan para conformar la integración y el funcionamiento de los órganos del estado, no son per se judiciables.

El criterio doctrinal conocido como “competencia de origen” y el rechazo a establecer el control de constitucionalidad por órgano de naturaleza política, conformaron los elementos vertebrales de nuestro sistema constitucional, y se hace necesario entender que el “orden jerárquico, normativo” del que hablaba Hans Kelsen, constituye ,en términos matemáticos un sistema.

Introducir elementos discordantes a un sistema, sobre todo, elementos discordantes a sus ejes de articulación fundamentales genera entropía y caos; de argüirse que los referidos elementos no resultan acordes a la dinámica actual de la sociedad, la solución estriba entonces en adoptar un sistema nuevo, y no en aplicar elementos exógenos y contrarios a una composición estatuida; en consecuencia y como bien podrá apreciarse, no se esgrime una crítica para enarbolar un principio romántico de fidelidad al pasado, el problema que se plantea en de índole matemático, no histórico.

A los referidos elementos se sumarían los concernientes al financiamiento del aparato judicial implementados en momentos en que se pregonaba a tambor batiente la “austeridad presupuestaria”, de preferencia con la ausencia total del estado para alcanzar la denominada “gobernanza “ de la “sociedad abierta” esgrimida por Karl Popper.

En los estados de la federación, los tribunales de justicia de erigieron en cuentahabientes de fideicomisos de inversión a rendimiento en los que se depositaban las cauciones decretadas dentro de los diversos litigios, ignorándose el principio clásico del Derecho Procesal desde los tiempos de los célebres “ Comentarios a la Ley de Enjuiciamiento de 1855” de Manresa Navarro, en la que se habría dejado establecido que los intereses acrecen a toda garantía; así como el principio de la división de poderes desde la publicación en 1743 del “Espírito de las Leyes”, del que se deriva que los tribunales de justicia carecen de atribuciones para suscribir contratos mercantiles.

Por las mismas fechas, la autoridad nacional decidió no cubrir los legítimos derechos laborales del personal judicial con los presupuestos correspondientes, en los que, de manera consuetudinaria se había dejado establecido de tiempo atrás que, sólo al ejecutivo, en su condición de jefe del estado y no del gobierno o de la administración pública, y por conducto de la dependencia conducente ( Secretaría de Hacienda y Crédito Público), corresponde, tanto cubrir el gasto corriente como realizar inversiones financieras a rendimiento; estableciéndose en lugar de ello mecanismos mercantiles ajenos al funcionamiento de los otros poder del estado para tal propósito.

De tiempo atrás la Corte conoce de toda controversia laboral que sea esgrimida por sus propios trabajadores a falta de autoridad que pueda dirimir competencia ante la máxima instancia jurisdiccional del país, en años recientes, la Suprema Corte conoció de la disposición que obligaba a fijar los sueldos a cargo del estado por debajo de la línea máxima asignada al presidente, aduciendo en sus consideraciones el principio constitucional que establece que no puede reducirse el gasto asignado al salario del personal judicial durante su desempeño, principio estatuido en beneficio de la independencia en el ejercicio de sus funciones.

La Corte se apresta a conocer de las controversias derivadas de la supresión decretada por el Congreso de los fideicomisos estatuidos a beneficio de su personal, seguramente serán sorteados los inconvenientes derivados de las causales de excusa o recusación que ello trae aparejado, pero la crisis de credibilidad quedará patente dada la falta de simpatía popular de la que gozan los juzgadores, y aun cuando, ciertamente no es acorde a las atribuciones del poder judicial despertar simpatías populares, tampoco lo es sostener canales de televisión o “ casas de la cultura” .

Por lo demás, a un órgano del poder judicial es a quién corresponderá calificar en última instancia la elección de poderes a ventilarse al próximo verano, circunstancia digna de tomarse en consideración en los días que corre, cuando se diluye el tiempo de mandato de la administración en funciones, y parecemos dirigirnos al inicio de una crisis constitucional que puede llegar a grados inimaginables, como el encubado “huevo de la serpiente” en la trama de la cinta de “Ingmar Bergman”

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