Teresa Vázquez Mata. La bandota

Teresa Vázquez Mata. Convirtiendo en historia todo cuanto la rodea, construye nuevos mundos. Poniéndole color y energía al verbo, nos invita a reflexionar. Con sobrado talento, le ha dado valor a la narrativa contemporánea, regalándonos el México de su mirada o su sentir.

Su libro Entre vidas (selección de cuentos publicado por Ediciones Mastodonte, en CDMX) explora los dilemas del ser humano a través de cada uno de los personajes que habitan sus historias.

Bajo la tutoría del maestro Miguel Barroso Hernández, destaca en el Taller de Escritura Creativa Miró y, recientemente, fue incluida en la Antología del III Concurso Nacional e Internacional de Relatos Breves, a que convoca el Ático, en Israel. Hoy, a Tere, escribir se le ha vuelto una pasión a la que no quiere renunciar.

 

La bandota

Es un miércoles cualquiera y Julia, encargada de una tienda de abarrotes, atiende sus labores cotidianas. A unos cuantos metros, el cruce de varias avenidas genera gran movimiento de peatones y automovilistas. Justo allí, un heterogéneo grupo de personas intenta ganarse la vida.

 

El semáforo en rojo, paradójicamente, les indica reanudar, ofrecer, resistir… esperanza. Están los limpia-parabrisas, las señoras que venden agua embotellada, los de las botanas y el tipo de fuertes brazos que expone a la madre anciana, en su silla de ruedas. El joven de los tamales, listo desde el amanecer con sus humeantes ollas, también se aposta en una esquina y, eventualmente, llegan los repartidores de volantes o promotores de partidos políticos. Los fines de semana se suman deportistas discapacitados que, mostrando el dominio del balón, anhelan pagar sus viáticos y ser parte de una selección de fútbol adaptado.

 

El bolero, que parece cargar mil años a cuestas, sigue teniendo la responsabilidad de poner la comida en la mesa. Ahora, quienes necesitan alimentos, son los nietos, abandonados por el irresponsable padre. Parecido le sucede al franelero del banco quien hace años, tuvo un accidente en motocicleta y tiene el brazo derecho inmóvil.

 

Por alguna razón, todos terminan bajo el umbral de la tienda de abarrotes. Compran alimentos, bebidas o piden agua y jabón para continuar sus labores. Saben que, cuando el agotamiento les llega —sin miedo a ser echados con groserías y malos modos—, podrán sentarse bajo la sombra del toldo del local que con orgullo muestra su nombre: «El Milagrito».

 

Conviviendo en el espacio público, crearon su propia sociedad. Se protegen los unos a los otros. Identifican a los migrantes que ofrecen figuritas hechas de palma, o a los fuereños… y celosos resguardan su territorio.

 

Julia no se detiene a hablar con ellos, pero todos la conocen; incluso la ayudan a cargar la mercancía y le “echan aguas» cuando quiere cruzar la congestionada calle. Observándolos detrás del mostrador, trata de imaginar lo difícil que es la situación de cada uno. En incontables ocasiones ha escuchado decir:

 

“Están así porque quieren”.

 

“Yo conozco a fulanito y se viste con harapos para dar lástima”.

 

“Deberías ver la cantidad de dinero que gana menganito y la casa que tiene. No darías crédito”.

 

Otros protestan:

 

“¡Son unos malvivientes! No sabemos cómo el gobierno no los quita de allí para que transitemos en paz”.

 

No sabe qué la lacera más: ¿la situación de quienes intentan ganarse unos centavos o la indiferencia y crueldad del mundo: de esos que tienen techo, empleo fijo y comida en la mesa?

 

Enfrascada en la rutina de la tienda, Julia escucha voces preguntando por ella. Sale y se encuentra a varios de los muchachos del crucero. Uno, en particular, es alto y extremadamente delgado; su ojo dañado luce como un cosmos grisáceo que brota de entre sus párpados y el sano muestra la mirada temible que ella siempre evitaba. Quizás él lo sabe, porque se esconde tras la comitiva.

 

—¿En qué los puedo ayudar? —sonríe confiada y nota que se empujan y cuchichean. Finalmente, alguien habla:

 

—Es que le trajimos unas flores —y extiende tres gladiolas envueltas en un periódico.

 

Sorprendida, ahora la muda es ella.

 

—Pareciera que ni existimos para la mayoría de las personas. Algunos hasta nos tienen miedo, en cambio usted siempre nos ayuda. ¡Usted sí nos ve! —afirma el portavoz y una voz grave, desde el fondo, lo secunda:

 

—¡Sí, señora! Es que usted es «la bandota«, por eso les dije que le trajiéramos sus flores, en el día de la mujer.

 

¿Bandota? Julia queda confundida. “Quiso decir que es muy buena onda”, traduce uno de sus compañeros de trabajo.

 

Ella identifica la voz del joven y, por primera vez, ninguno de los dos tiene miedo. Se ve reflejada en el ojo que ahora podía mirarla de frente y estrechándole la mano le dice:

 

—¿Entonces, soy la bandota?

 

Ambos sonríen. Son personas comunes: con sus propios temores, huellas y vivencias. La vida puede ser cruel, pero ¿por qué también la gente? Algunos tienen la buena fortuna de nacer del lado soleado de la calle y otros no.