Es común que mucha gente se pregunta sobre el posible candidato presidencial de la oposición. Ciertamente, hay muchos porque, efectivamente, son varios los interesados que han levantado la mano. El problema es que no pintan. Mes tras mes, la empresa ARMA, que da seguimiento a todas las notas de la televisión, radio y prensa, demuestra cómo las corcholatas de Morena acaparan más del 85% de la cobertura mediática. El resto, un escaso 15%, se lo dividen los posibles candidatos del PRI, PAN y MC.
De acuerdo a una encuesta de El Financiero de diciembre, los dos aspirantes que la ciudadanía ve más fuertes para liderar la coalición PRI-PAN-PRD en la elección presidencial son Lilly Téllez y Enrique de la Madrid. Me parece muy interesante este dato. En las actuales épocas de estridencia política, creo que Lilly se convertiría en una buena candidata a la Presidencia. Sin embargo, tengo mis dudas sobre su eficacia como Presidenta. Inversamente, por su personalidad formal y responsable, pienso que Enrique carece del carisma y enjundia para ser un candidato capaz en las circunstancias presentes, pero sería un buen Presidente.
“Lo que se necesita para llegar a ser Presidente es muy diferente de lo que se necesita para ser Presidente”. Así resume el politólogo Richard Rose una de las debilidades estructurales de las democracias presidenciales.
Efectivamente, en este tipo de regímenes es posible que un verdadero desconocido, un novato de la política, llegue al mayor cargo público que existe. No importa que carezca de experiencia, tenga un vago proyecto de gobierno o de plano no entienda los intríngulis gubernamentales. Basta con hacer una buena campaña; prometer lo que está en el ánimo de los electores. Y, hoy en día, ser muy bocón y estridente al estilo de Trump, Bolsonaro o López Obrador.
En la película El candidato (1972), el personaje caracterizado por Robert Redford sigue al pie de la letra todo lo que su consultor político le dice que hay que hacer para ganar. Al final, se levanta con la victoria. En la última y genial escena, el candidato, en lugar de estar alegre y celebrando, se encuentra pasmado. Angustiado, le pregunta al consultor: “Y ahora, ¿qué hacemos?”.
El 2024 se acerca. Los mexicanos tendremos que elegir a un nuevo Presidente. Es posible que una vez más haya buenos candidatos que quizá resulten presidentes deficientes. Ya nos pasó con Fox, Peña y López Obrador: excelentes candidatos que dejaron mucho que desear cuando se sentaron en la silla presidencial.
La noche del 2 de julio de 2000, Fox no parecía angustiado como el personaje de la película mencionada. Al revés, no cabía en sí mismo. Había logrado lo impensable: sacar al PRI de Los Pinos. El guanajuatense se veía invencible. Muchos así lo creyeron. El que más fue el propio Presidente electo. En lugar de bajar las expectativas de lo que se podría hacer en un contexto de gobierno dividido, Fox siguió en campaña y continuó elevando las expectativas. Todo sería posible.
Pronto se impuso la realidad. Fox no tenía una idea clara de cómo ser Presidente. En lugar de preguntar “¿qué hago?”, mandó a hacer todo y al mismo tiempo. Sin estrategia, sin prioridades, con un absurdo esquema organizativo, se fue entrampando.
¿Qué se necesita, entonces, para ser un buen Presidente? La respuesta no es sencilla.
Todo indica que, después del fenómeno del lopezobradorismo, México regresará a la lógica de una democracia presidencial con gobierno dividido. El Presidente deberá negociar con el Congreso para sacar adelante su agenda legislativa. Habrá que hacer, de nuevo, política.
¿Cómo? Siguiendo tres preceptos: “contar”, “cerrar acuerdos” y “llevar registros”.
Esto es lo que recomendaba un personaje que logró establecer una eficaz operación política: Lyndon B. Johnson.
El que fue presidente de Estados Unidos entre 1963 y 1969 sabía de la importancia de los números en una democracia. ¿Cuántos votos se necesitan para pasar una ley? ¿Cuántos nos faltan? ¿De dónde los podemos sacar? Johnson calculaba. Sabía que, para ganar, sólo se requería del margen de un voto. El texano salía a pescarlos. De ahí su segundo precepto: strike a deal. Pedía y ofrecía. Era un mercader de la política: yo te doy esto, a cambio de tu apoyo. Persuadía, manipulaba, presionaba y, en algunos casos, hasta amenazaba dentro del marco de la ley. Y, siempre, llevaba registros. Keep a book. Anotaba quién había sido quién a la hora de las definiciones. Cuando llegaba el tiempo adecuado, los premiaba o castigaba.