EN LAS NUBES
Carlos Ravelo Galindo, afirma:
Le sobra razón a nuestro amable lector Domingo Beltrán al reiterar un comentario nuestro:
“El buen ser y el saber ser deberían ir de la mano, sin embargo, nuestro comportamiento diario es tan inconscientemente bipolar que nos alejamos de esta deseable máxima del ser, y eso da motivos para discernir, platicar y vivir.
Vivan las diferencias, motivación diaria para disfrutar. Un abrazo gran señor.”
Nos recuerda que cuando un amigo y colega nos acerca a sus recuerdos, lo menos que podemos hacer es compartirlos.
Tiempos idos de muchos años y recordarnos que cuando se va la juventud, se fortalece la inteligencia.
Hay que prevenirse.
Septiembre ha dado motivos de alegría y también de tristeza a México.
En esta ocasión debemos recordar las inundaciones y sismos ocurridos en este mes, por eso consideramos tomar las prevenciones siguientes: alimentos, medicinas básicas, documentos de identificación, teléfono y lámparas de pila.
Y don Virgilio Arias Ramírez, secretario general del Club Primera Plana nos ofrece su testimonio del sismo de 1985.
Nosotros adelantamos, como prólogo lo que nuestro colega califica como resumen y epílogo:
Se estima que fallecieron más de 10,000 mexicanos, algunos fueron a dar a fosas comunes al no ser identificados y otras tantas heridas, incluso varias recibieron en el extranjero ayuda de alguna prótesis.
Se afectaron más 2,800 inmuebles.
Muchas familias no encontraron por lo menos a un miembro de ellas, y muchas personas quedaron afectadas emocionalmente.
La capital de la república estaba en desorden, destruida, por lo que recibió ayuda de los estados y del extranjero: medicinas, ropa, cobertores, alimentos, alberges, tiendas de campaña, instrumentos de rescate, perros adiestrados para localizar a personas vivas o muertas.
Se instrumentó el Plan DN-III por el Ejército Mexicano y las autoridades se percataron que los servicios de salud fueron insuficientes
Todo parecía un día más aquél 19 de septiembre de 1985.
Explica don Virgilio:
Iba rumbo a “mi plantel” ya que era el director del colegio Venustiano Carranza de CONALEP, ubicado en la delegación del mismo nombre.
En ese semestre el colegio tenía una matrícula de alrededor de 3,000 alumnos en dos turnos y cinco carreras. A fines de ese mismo año ya eran 4,900 con siete carreras. Siempre procuraba estar antes de que entrarán los alumnos con su credencial en la mano a las 7 de la mañana y dar los buenos días.
En ese tiempo todavía los jóvenes aceptaban que las buenas costumbres resultaban necesarias.
Antes de llegar, ya por calzada de la Viga, a las siete con diez y siete minutos, el tránsito de vehículos empezó a detenerse y algunas personas salían de sus casas en grito, y al ver las chispas de los cables de energía eléctrica y que los autos de adelante se estacionaban, los demás hicimos lo mismo.
Las personas angustiadas que estaban en las banquetas decían que era un temblor como nunca habían sentido y me di cuenta de que mi coche se movía.
El primer movimiento fue de ocho grados, pero se darían varias réplicas menores posteriormente.
Ahí principió mi angustia, porque mi esposa con mis hijos había salido a dejarlos al Colegio Franco Español ubicado en Miguel Ángel de Quevedo de Coyoacán.
Yo no sabía si regresar a buscar a mi familia o continuar mi ruta. El tránsito era un caos, la angustia se apoderó de mí, en esas fechas no había teléfonos celulares. Tomé en cuenta que Elena mi esposa, siempre encontraba una solución a los problemas, y seguí a la velocidad que el desorden lo permitía.
Cuando llegué al colegio los vecinos en la calle se lamentaban, los alumnos, el personal y maestros, estaban en la calle y en los jardines, sin saber qué hacer.
Rápidamente pedí a la doctora y enfermera que atendieran a los alumnos y personas que ya tenían una crisis de nervios, mientras con ingenieros y arquitectos recorrimos los edificios percatándonos que solamente dos de los cinco se encontraban dañados. En uno de ellos se encontraban los talleres de electrónica.
Inmediatamente decidí reunirnos con el personal administrativo y docente en una de las canchas deportivas para tomar una decisión de qué hacer.
Afortunadamente, en la llamada por radio del director académico del Sistema Conalep ingeniero Raúl González Apaolaza, de quien dependíamos los directores de los planteles, pude comunicarle cuál era nuestra situación.
Nos informó que el plantel Programación y Presupuesto que se ubicaba en las calles de Humboldt cerca de Avenida Juárez se había colapsado, con el personal administrativo, alumnos, maestros y una guardería que se encontraba en el último piso del edificio.
Así que giré instrucciones de que el ingeniero Roberto Torres y el licenciado Alejandro Barrón Suárez, se quedaran al frente del plantel y organizaran los grupos para que con alumnos y maestros, se llevara ayuda a los alumnos y compañeros del plantel Programación.
Por mi parte, con otros empleados y maestros, salimos rumbo a la avenida Juárez y Humboldt, pero sólo pudimos llegar a la estación de bomberos que se encontraba en calzada de la Viga.
Ahí tomamos un vehículo del ejército para llevar las palas, picos, guantes y lámparas que habíamos tomado del almacén del plantel y constatamos los grandes destrozos en muchos edificios.
El hotel Alameda y el hotel Regis se habían caído y estaban en llamas, así como otros edificios de las calles cercanas.
Llegamos al plantel CONALEP que se había caído, era una verdadera tristeza lo que se veía.
El polvo denso hacía que se respira con dificultad.
El Ejército Mexicano ya estaba a cargo de la situación, las autoridades de la Dirección General del Sistema Conalep con personal médico, se dirigían las primeras actividades de rescate y me presenté con mi personal pero solamente a mí me dejaron entrar a los escombros, estaban los paramédicos de la Cruz Roja, Cruz Verde y muchas personas que se ofrecían para ayudar pero obviamente no llevaban la protección indispensable, al pasar la primera puerta nos daban casco y guantes.
Adentro se escuchaba por todas partes: ¡¡¡auxilio, sollozos, ayúdenme, por favor, socorro!!! Y muchas voces más de lamentos que no se entendía lo que decían; principiamos por mover los pedazos de pesadas lozas destrozadas, que se encontraban entre fierros retorcidos, no se podía hacer mayor cosa, aún no llegaban equipos de salvamento necesarios y suficientes.
Como a las cuatro de la tarde nos indicaron que saliéramos a descansar, afuera cientos de personas y padres de familias de los alumnos en sollozo.
El personal se las había ingeniado para llevar tacos, tortas, refrescos, agua, chocolates y otros alimentos.
Varios nos fuimos al camellón del paseo de Reforma.
Cansado, pero sin hambre, me quité los zapatos y me recosté en un poste de luz. Fue cuando empecé a darme cuenta de la magnitud del terremoto y algo más angustioso, me acorde de mi familia.
Sin darme cuenta y sin querer, me percaté que de mis ojos fluían abundantes lágrimas. Instruí a mis colaboradores que se retirarán y que al otro día sólo acudieran veinte de ellos, con alimentos, principalmente agua porque de todas partes llegaba ayuda.
Que avisaran al personal que siempre habría una guardia, que los alumnos y el personal estuvieran pendiente de nuevo aviso.
Realmente aún no conocíamos hasta qué grado llegaba el desastre, pero presentíamos que era un verdadero drama, una pena nacional, con la agravante de que no había comunicación telefónica.
La confusión era completa, infinidad de versiones, toda conversación terminaba en grandes lamentaciones.
Seguimos mañana con el temblor del otro día.