Teresa Vázquez Mata. Odisea

 

Teresa Vázquez Mata. Convirtiendo en historia todo cuanto la rodea, construye nuevos mundos. Poniéndole color y energía al verbo, nos invita a reflexionar. Con sobrado talento, le ha dado valor a la narrativa contemporánea, regalándonos el México de su mirada o su sentir.

Su libro Entre vidas (selección de cuentos publicado por Ediciones Mastodonte, en CDMX) explora los dilemas del ser humano a través de cada uno de los personajes que habitan sus historias.

Bajo la tutoría del maestro Miguel Barroso Hernández, destaca en el Taller de Escritura Creativa Miró y, recientemente, fue incluida en la Antología del III Concurso Nacional e Internacional de Relatos Breves, a que convoca el Ático, en Israel. Hoy, a Tere, escribir se le ha vuelto una pasión a la que no quiere renunciar.

 

Odisea

 

La «Entrada de los Gladiadores», compuesta por el checoslovaco Julius Fucik, inunda la carpa por sobre la algarabía de la gente. Vendedores anunciando su mercancía, niños que piden grandes algodones de azúcar y los adultos recordando su primera visita al circo o deleitándose con la felicidad de los pequeños. Ninguno oculta la emoción, sabiendo que el espectáculo pronto va a comenzar. Y todo es alegría cuando los artistas salen a la pista con impecable maquillaje y coloridos atavíos, para saludar al respetable.

 

Los payasos, sin palabras y en perfecta sincronía, aunque pareciera que actúan por separado, arrancan carcajadas a grandes y chicos. Se necesita valor, destreza, disciplina y mucho arte para no desilusionar al exigente público.

Y de pronto… el escenario se oscurece y una dulce voz de soprano comienza la tonada. Un reflector azul ilumina al centro de la pista y aparece el joven artista. ¿O debemos llamarlo atleta? Del techo cae una suave tela y él, con su mano izquierda la toma y en fracciones de segundo es elevado 10 metros sobre el piso, sin red de protección. Su acto nos traslada a la representación de una danza perfectamente ejecutada, pero en el aire. Vuela de un extremo a otro, sin miedo. Hace todo tipo de acrobacias sostenido solo por la seguridad que tiene en sí mismo y ese trozo de tela que, a la vez, le sirve de marco para sus perfectas ejecuciones.

Pero años atrás tuvo miedo y se sintió inseguro. ¡Aún lo recuerda! Imposible olvidar al niño que no disfrutó de los payasos, que seguro visitaron su pueblo; ni de padres que le compraran algodones de azúcar.

Era un día normal en la casa de TzinTzunTzan. Descansabas, como cada miembro de la familia, luego de las labores del día. Tu mamá había preparado uchepos y estaban listos para cenar cuando, de pronto, escucharon coches aparcándose afuera y el murmullo de varias personas acercándose.

Uno de los famosos comandos que lideraba la delincuencia en el territorio derribó la puerta, apuntándoles con armas largas. Ya les había sucedido a otros pobladores, pero jamás pensaron que serían víctimas también.

Saquearon la vivienda. No les importó que fueras el tesoro más preciado de tu familia. Recuerdas, perfectamente, cómo te arrastraron, sin piedad, a una camioneta. ¡Fueron los primeros golpes! Eras un niño saludable y requerían mano de obra gratis para los sembradíos de marihuana.

—Estuve cautivo por años, siendo testigo o implicado en todo tipo de inimaginables atrocidades —contaste—. El trabajo extenuante me hizo fuerte. Pasaba entre 12 y 15 horas en el campo. No sé si fue peor el maltrato psicológico, porque constantemente nos amenazaban con matar a nuestras familias; o el físico porque, más allá de la violencia con que éramos tratados, en mi caso, fui abusado sexualmente por uno de los capataces de la organización.

—Ven acá, cara de niña. ¡Ya sabes lo que te toca! —te dijo, aquella noche y estaba más borracho que de costumbre. Uno de los nuevos chicos secuestrados, dijo que tu familia se había marchado del pueblo. Pensaron que estabas muerto y, entonces, no tenías nada que temer. ¡No podían hacerles nada!

—Cuando aquel desagradable tipo se quedó dormido, decidí arriesgarlo todo. Salí del cuartucho y, con cautela, me alejé del campamento. Luego, corrí varios kilómetros entre la maleza infestada de abrojos. Al amanecer entré a una cueva y esperé a la noche, otra vez, para caminar sin rumbo. Comí algo de fruta silvestre y tomé agua de un arroyuelo. De pronto, escuché ruido de vehículos; supe que estaba cerca de una carretera y me acerqué dudoso.

No sabía si lo estaban buscando. ¿Alguno de esos coches, sería su pase directo a la muerte? Exponiéndose, a la orilla del camino, solicitó con el dedo que lo llevaran. Después de unos minutos, se detuvo un tráiler cargado de aguacates y, sin necesidad de explicarle motivos o circunstancias al conductor, llegó a la Central de Abastos de una gran Ciudad.

Solo con la voluntad a cuestas, se puso a caminar sin rumbo entre la muchedumbre de vendedores y compradores. Con el billete que le dieron como pago, por ayudar a descargar la mercancía, comió delicioso. Sintiéndose libre, se quedó dormido en un rincón y al despertar de madrugada, con el barullo de la gente, por primera vez, no tuvo miedo. Empezó a ofrecerse para los afanes. ¡Qué diferente! Al terminar la jornada le pagaban y pasados unos días pudo rentar un diablo de carga con el que trabajaba más rápido y con menos esfuerzo. El mercado era su hogar y el de otras muchas personas.

—Algunos compañeros dijeron que los desperdicios de lechuga hacían una buena cama. No olían mal, ni ensuciaban y casi no tenían bichos. Así que, al terminar mis tareas, iba a las bodegas de verduras para hacer un colchón con hojas y dormir durante unas horas, vencido por el agotamiento. Me convertí en una persona responsable, honrada… y debo admitir que no fue fácil. Intentaron convencerme para entrar a grupos que vendían productos ilegales. Las trabajadoras sexuales decían que con mi cuerpo podía ganar mucho dinero. ¡No acepté! Me conformaba con lo que había conseguido… Aun no era feliz, pero comparándolo con el otro sitio dónde fui obligado a pasar varios años, vivía en el paraíso. Solo me angustiaba no conocer el paradero de mis padres. ¿Cómo hacerles saber que estaba vivo?

El destino tiene sus vericuetos y no sabemos cuándo nos va a llegar la dicha. A unas cuantas calles de la Central de Abastos montó su carpa un circo. Jamás habías ido a un espectáculo y fuiste rechazado por tu aspecto a la hora de comparar el boleto.

—¡Sí!, pero conseguí colarme y lo disfruté enormemente…

Reíste y lloraste. No podías imaginar que esa noche tu vida daría un vuelco total cuando, terminado la función, te acercaste a una de las personas que comenzaba a hacerse cargo del desorden que dejan los displicentes…

—¿Puedo apoyarlos recogiendo la basura? —la ayuda casi siempre es bienvenida, pensaste—  No les cobraría nada.

Aceptaron su contribución y al finalizar la limpieza escuchó por el altavoz:

—Muchacho, ¿quieres trabajar con nosotros?  Necesitamos alguien fuerte que nos ayude a montar y quitar la carpa, a barrer y a repartir folletos en los lugares en donde nos presentamos.

¡Sí! —gritó, sin dudarlo un segundo. Luego supo que se trataba del dueño que lo había estado observando.

Decidido se integró a la caravana de aquel circo itinerante. En cada pueblo o ciudad acumuló experiencias inolvidables. Con agilidad, se encargaba de sus labores. Luego iba a ver los ensayos y ayudaba a los artistas con su material. Una mañana —él mismo afirma que no lo olvidará jamás— me vio. Yo era la nueva adquisición del espectáculo y quedó maravillado. Más allá de la elegancia o la habilidad en mis ejecuciones acrobáticas, conseguí que su corazón experimentara, por primera vez, algo que nunca antes había sentido.

—Parecías un ángel y volabas, frente a mis ojos, provocando que la taquicardia me calentara el pecho.

¿Estaba enamorado?

El amor a primera vista existe: ¡lo sabemos!

—¿Me ayudas a colocar el trapecio?  —le pedí días después y, nervioso porque se creía invisible, no supo qué responder.

—Entonces, ¿sí o no? —insistí.

—Por supuesto, por supuesto, estoy para servirle —titubeó.

—¡Por dios, si somos de la misma edad! ¡No me hables de «usted»! —dije sonriendo y la cara se le puso colorada.

Una vez terminada la instalación, probamos la resistencia del trapecio. Había quedado firme y seguro para el acto.

—¿Te gustaría intentar? ¡Mira nada más que brazotes tienes…! ¡Y esa espalda! Aquí lo que más se necesita es fuerza, ¡ah! y seguridad en uno mismo, pero esa se puede ir desarrollando. ¡Prueba! ¡Yo te ayudo! —aseguré sosteniendo la barra y extendiéndole, a la vez, mi mano.

Sus ojos quedaron dentro de los míos y el momento en que nos tocamos fue mágico. Una corriente nos recorrió todo el cuerpo y las sensaciones que experimentamos hablaron más que miles de palabras. ¡Nunca volveríamos a separarnos!

Bajo el influjo de los sentimientos, comenzaría la instrucción y resultó un gran aprendiz. La fuerza física, aunada a la disciplina y a la pasión, facilitaba los entrenamientos. Hubo caídas, golpes y heridas, pero nunca comparables a las del pasado. En esa venturosa etapa de la vida, reconociéndose como artista y hombre enamorado, solo deseaba reencontrar a su familia.

Ahora, el redoble de los tambores anuncia la ejecución más difícil y el joven artista, una vez más, consigue aliviarle el corazón al público. Volando al presente y a punto de bajar al escenario no puede sospechar que, entre los espectadores, aplaudiendo, está su madre. Desde las gradas, vio cómo se desenvolvía su hijo y lloró emocionada; como lo estaría el papá, si no se hubiera rendido ante el dolor de no saberlo.

¡Sí! Yo la encontré y te la traje como regalo. De cara a los reflectores, que te hacen brillar como la estrella del show, vuelves a nacer para ella.

“¡Odiseo! ¡Odiseo! ¡Odiseo! …”: gritan niños y adultos. Después de luchar por sobrevivir, enfrentando a cíclopes malvados o sorteando cantos de sirenas: ¡triunfaste! Y es que, así como la suerte es para los holgazanes que no se la merecen, los sueños llegan para los que no se rinden.

 

Nota: A diario, niños y jóvenes de ambos sexos son arrancados de sus familias. El tráfico humano acentúa la pornografía infantil, la explotación sexual y la esclavitud en el mundo.