Teresa Vázquez Mata. Somos seres emocionales y las historias bien contadas, pueden cambiarnos la vida. Teresa lo sabe y su narrativa, inspiradora, así lo demuestra –asegura su maestro Miguel Barroso Hernández. Adquiriendo las herramientas necesarias, en el Taller de Escritura Creativa Miró, con sede en Veracruz; Tere explota su potencial creativo y muestra el talento natural que la viste, más allá de cualquier teoría literaria. El amor, la aceptación, las aventuras, los conflictos internos en sus personajes: reflejan un mundo que, no solo en letras, puede ser posible.
Maurilio el ropavejero
En la colonia donde crecí, con regularidad, pasaba un hombre de mediana edad empujando un carro elaborado, por él mismo, con trozos de madera, estructura metálica y seis baleros que hacían las veces de ruedas. Le llamábamos Maurilio. Nunca supe si era el verdadero nombre de ese extraño personaje que me marcó el rumbo.
Lo recuerdo alto, muy delgado, pero capaz de cargar todo tipo de artículos que iba encontrando en el camino, o aquellos que las amas de casa le pedían bajara de sus azoteas. Tenía el don de dar nueva vida a esas cosas que otras personas consideraban deshechos. La ropa, casi siempre sucia, le daba un aspecto único y hasta extravagante. Podía usar un pantalón rasgado, un jaquet de media etiqueta, guantes… Gustaba, también, de los chales, bufandas o simples trapos.
La cabeza cubierta con un sombrero de paja, de copa o un simple turbante, enmarcaba a la perfección los ojos almendrados, pestañas tupidas y cejas pobladas; herencia, seguramente, de algún ancestro árabe. Era culto y tal vez apuesto, pero tenía demasiadas capas de suciedad como para poder afirmarlo.
En su ingenioso transporte cargaba libros y mapas. Y llegando a nuestra calle, corríamos a escuchar fragmentos de lecturas clásicas: 20,000 leguas de viaje submarino, Frankenstein, La Isla del Tesoro, Alicia en el País de las Maravillas…
En ocasiones, señalaba al azar un lugar en el mapa y, sobre la marcha, construía historias con una imaginación prodigiosa, aunada al cúmulo de conocimientos que poseía. Así que nosotros, su público cautivo, escalamos el Everest, montamos dromedarios, tuvimos encuentros cercanos con tiburones; conocimos al Dalai Lama, Buda, Einstein, a todos los filósofos griegos y hasta a los Tlatoanis Mexicas.
Mi clase favorita era la de astronomía. Nos pedía que trajéramos frijoles o habas, para con ellas formar constelaciones. Así aprendí que, en el firmamento, formados por estrellas, existían los signos zodiacales, la Osa Menor, la Mayor, Cassiopea, Andrómeda, Hércules y millones más.
Maurilio no tenía el menor empacho en actuar cada uno de sus relatos. Recuerdo cuando encontró aquella máscara de elefante y, después de barritar, se puso en cuatro patas para pasear a los niños más pequeños que reían deleitados.
Las madres se sentían en total confianza con él. Nunca faltó quien saliera a ofrecerle comida caliente, que aceptaba gustoso; lanzando una de sus miradas en señal de agradecimiento. Estoy seguro que a más de una le fascinaba: “A este hombre, lo baño, le pongo un traje y lo saco a presumir a la avenida principal”.
Pero esos ojos transmitían un dolor profundo…
Contaban que de joven estuvo casado, que la mujer murió dando a luz a su primogénito, quien tampoco sobrevivió. Entonces, la mente se le trastocó, el corazón se le fragmentó y no fue capaz de llevar una vida normal, si es que acaso existe.
El dolor destroza, pero, también, transmuta y Maurilio se convirtió en el maestro ambulante de todos los niños del barrio. Jamás supimos de dónde venía o cuánto caminaba, pero, sin duda, era parte de nuestra vida y lo disfrutábamos.
Como homenaje a sus lecciones o al hijo que no pudo ver crecer, me convertí en historiador y etnógrafo. Viajo, imparto conferencias y cátedras magistrales, escribo libros… ¡Hasta salgo en la televisión! Claro me queda que sus métodos de enseñanza funcionan. Los repliqué con mis hijos y nietos, esperando que lo trasmitan a su descendencia.
Hoy respiro hondo y pienso en Maurilio… ¡Cómo me gustaría hacerle saber que lo llevo en los genes, sin haber tenido lazos de sangre! Que vive en mí, en cada palabra que expreso, cada inquietud que tengo; cada investigación que realizo tiene su impronta.
Me encantaría mirarlo fijamente a los ojos, besarle las manos y asegurarle que su dolor no fue en vano, su amor tuvo destinatarios y, si bien no pudo ver crecer a su pequeño, cambió muchas vidas con su vida.
Hace unos días, escuché a mis nietos jugar al maestro. Uno de ellos levantó la mano y dijo:
– ¡Pero yo soy Maurilio!
Me llené de gozo al escucharlo. Cuando alguien nos toma como referencia, aun sin habernos conocido, logramos la inmortalidad.
Mi querido maestro, maestrazo: gracias por enseñarme el camino. Lograste ejemplificar que hay buenas experiencias con las personas más inesperadas. De lo único que me arrepiento es de nunca haberte preguntado dónde vivías, porque hoy iría gustoso a erigir un monumento con tu efigie.