Teresa Vázquez Mata. Convirtiendo en historia todo cuanto la rodea, Tere, construye nuevos mundos. Poniéndole color y energía al verbo, descubre los conflictos existenciales del ser humano y nos invita a reflexionar. Con sobrado talento, le ha dado valor a la narrativa contemporánea, regalándonos el México de su mirada o su sentir. Bajo la tutoría del maestro Miguel Barroso Hernández, destaca en el Taller de Escritura Creativa Miró. Y es que, a Tere, escribir, se le ha vuelto una pasión a la que no quiere renunciar.
¿Loco yo?
Era una noche cualquiera. Corría el mes de diciembre y el frío se dejaba sentir, aunque en Tlalpan las temperaturas no son nada extremas. Este barrio, es de los más tradicionales en CDMX. Desde la Conquista se establecieron aquí muchos conventos y monasterios, que sobreviven hasta la fecha.
Me encontraba dispuesto a descansar cuando, de pronto, escucho un griterío. Era el vecino, calmando a varias monjas; todos, apostados en la entrada de mi casa. Abro la ventana y pregunto:
– ¿Sucede algo?
En la misma calle, convivimos religiosos, familias que han heredado las casonas, durante generaciones y nuevos vecinos, a quienes encanta la quietud de la zona: el bosque cercano, con árboles centenarios, las calles empedradas; así como nuestra alameda rodeada de comercios y un muy surtido mercado.
Los viejos nos conocemos todos: aquí nacimos, crecimos y, francamente, creo ser el vecino más famoso. Las personas tienen esa pésima costumbre de señalarnos por nuestros defectos. Nadie suele decir: “ahí va Jorge el exitoso, Laura la dedicada, Manuel el generoso…” ¡No! Para la gente Jorge es el gordo, Laura la coja y Manuel el pelón. Por supuesto, yo no me escapo de los apodos; así que soy “Nicandro el loco” o, simplemente, el orate.
Tal vez pocos recuerden que soy filósofo y teólogo. Siempre di clases en los monasterios y en colegios seglares cercanos. Eso de «siempre» es un decir, lo hacía cuando no me venían las alucinaciones. Soy esquizofrénico, medicado. Sufro cuando tengo esos episodios, mas no pueden tildarme de peligroso y nunca he hecho el mal a nadie. Quizás, en ocasiones, a mí mismo; pero no por voluntad propia. ¡Las voces!: esas voces rigiéndome la vida…
Mis contemporáneos se acercan y tenemos largas conversaciones. Ellos no tienen miedo. Solo los recién llegados me señalan o se burlan… y un grupo de novicias, pasa lo más rápido posible a mi lado o, en ocasiones, hasta cambian el rumbo. ¿Cómo es posible que temas a alguien que está enfermo? ¿Acaso yo le huyo a los diabéticos, a los discapacitados, a los estúpidos? La verdad, he llegado a pensar en la estupidez como esa enfermedad hereditaria que, en una mutación, fue contagiada a muchos.
El colegio de Carmelitas Descalzas, se encuentra al final de la calle que habito y la madre superiora, pareciera mi enemiga declarada. Asegura que soy el resultado de una posesión demoníaca, e incluso ha pedido al sacerdote de la colonia que me exorcice ¡Vaya remedio! ¡Si de eso se tratara, lo hubiera permitido desde los quince años, ahorrándome malos ratos!
Precisamente, aquella noche decembrina, era ella la protagonista del revuelo bajo mi ventana.
– ¿Sucede algo? –repetí, en voz alta.
– ¡Sí! –dijo, la superiora, con tono airado– ¿Queremos saber dónde está nuestra camioneta y nos preguntamos si usted la tomó?
– ¿Su camioneta, dice? ¿Y yo como para qué iba a querer un microbús rotulado con un rosario? –pregunté sorprendido, pero totalmente en mis cabales.
Mientras el vecino muy comedido, paciente y, como buen negociador, trataba de calmar a las fieras que se amotinaban en la puerta:
– Hermanas, no hay nada que vincule a Don Nicandro con el robo del vehículo.
– Bueno, es que el señor hace cosas de las que, luego, no se acuerda; y su propiedad es tan grande, que nos gustaría que usted ingresara para revisar que no está dentro –sentenció la mandamás, sin sensibilidad alguna.
– Pero Madre, yo no puedo solicitar algo así… –respondió el vecino.
Yo me empezaba a desquiciar y no, precisamente, debido a mi locura; sino por la irracionalidad de las que se decían estar al servicio de Dios…
– Vecino, pase por favor. Ahora le abro y comprobarán que no tomé nada que no me pertenezca. Pueden pasar ustedes también, señoritas.
Recorrieron todo y, lógicamente, no había vehículo alguno. Con tanto escándalo, alguien llamó a la patrulla de vigilancia.
– Buenas noches. ¿Qué sucede aquí? ¿Algo en lo que podamos apoyar? –dijo el oficial.
– Verá –respondió la líder–, aparcamos la camioneta frente al colegio, una de las hermanas escuchó ruidos y avisó; al asomarnos había desaparecido. ¡Nos la robaron!
– ¿Podría describirla, por favor? ¿Color, año y modelo? –pidió el comandante a cargo.
– Bueno, no sé, pero es blanca, como de este tamaño… –abrió los brazos para indicar la dimensión– y trae rotulado el Santo Rosario en color café.
El policía tomó su teléfono e hizo una llamada rápida. Colgó y con un gesto condescendiente, aclaró:
– Hermanas, la camioneta está en el corralón. La dejaron bajo un letrero que dice «No estacionar». Tal vez, el ruido que escucharon fue la grúa que vino a retirarla. Recuerden que Jesús no les concede permisos para desacatar las leyes de los hombres.