Teresa Vázquez Mata. La vida no espera a los huevones

Teresa Vázquez Mata. Convirtiendo en historia todo cuanto la rodea, construye nuevos mundos. Poniéndole color y energía al verbo, descubre los conflictos existenciales del ser humano y nos invita a reflexionar. Con sobrado talento, le ha dado valor a la narrativa contemporánea, regalándonos el México de su mirada o su sentir.

 

Bajo la tutoría del maestro Miguel Barroso Hernández, destaca en el Taller de Escritura Creativa Miró. Y es que a Tere, escribir, se le ha vuelto una pasión a la que no quiere renunciar.

 

La vida no espera a los huevones

 

Mi compadre nos invitó a pasar unos días en su casa de la capital. Para ser franco yo soy muy ranchero y, en 50 años, nunca he salido de Jalostotilán, donde nací.

Juancho, también nació aquí; fuimos amigos desde niños. Cuando tuve a mi primer hijo le pedí que fuera el padrino. Tiempo después, por su trabajo de trailero, se mudó a la ciudad y ahora quiere que lo vaya a visitar.

Mis cinco hermanos y yo, crecimos al cuidado de la abuela Trinidad, quien se encargó de formarnos.

Todos salimos buenos para trabajar porque, desde chamacos, nos enseñaron las labores del campo. Nos levantábamos a las 5:00 a.m., pero Trini se despertaba mucho antes a preparar el desayuno. A la hora en punto, empezábamos a escuchar su voz firme que nos decía, a la vez que nos jalaba las cobijas:

—¡A levantarse! ¡La milpa no espera a los huevones!

Para espabilar, completamente, nos lavábamos la cara con el agua helada del pozo que construyera mi abuelo Jonás, junto con otros habitantes del lugar. Esa era la costumbre: si alguien fincaba una casita, los vecinos ayudaban para que no faltara el agua a la nueva familia y, sobre todo, a la siembra.

Tristemente, el abuelo murió estando todavía fuerte. Se acostó con un dolor y ya no pudo levantarse. A las dos semanas, estaba dando cuentas al Creador. Desde entonces, la abuela se hizo cargo de la casa, de las tierras, de sus seis nietos varones y, en parte también, de Juancho, quien muchas veces no tenía para comer e iba a pedir un taco.

Ya de grandes nos enteramos, por las habladurías del pueblo, que nuestra mamá era —como decían— «de la vida alegre». Cada que aventaba un chamaco al mundo, lo iba a dejar al rancho, año tras año; hasta cuando la abuela le dijo que no quería volverla a ver jamás, que maldecía el día que había nacido y que, de saberlo, se habría arrancado las entrañas para no tener a una hija como ella.

“¡Lo bueno que sólo tuve a esa!” —gruñía enfadada.

A partir de allí, sólo fuimos los siete; contando a Juancho que ya no sería el huérfano del pueblo. Fue difícil darnos de tragar a todos, pero la abuela era incansable, trabajadora y estricta. Con mano dura, modestia aparte, nos hizo hombres de bien.

Al mediodía, terminando la primera jornada, regresábamos a almorzar. Desde la entrada olíamos sus incomparables frijoles con epazote y chilito verde. La primera cucharada, era como probar un pedacito de cielo. Mientras los devorábamos, en el fogón, Trini echaba tortillas y recién salidas del comal nos iba dando una a cada uno; terminaba la primera vuelta y le seguía con otras dos. Si habíamos tenido buena semana ponía, sobre un manojo de alfalfa, pedazos de queso de cabra: fresquito, suave y muy blanco. Con la panza llena, nos dejaba descansar media hora exacta y, otra vez, arrojaba su grito de batalla, sonando las palmas:

—¡Ya váyanse! ¿O qué? ¿Acaso piensan que los elotes se cortan solos?

Así eran nuestros días de lunes a viernes. Los sábados nos encargábamos de las labores más pesadas de la casa y los domingos a misa de 8:00 a.m., sin excusa ni pretexto. Caminando de regreso, abuela preguntaba sobre el Evangelio del día, para cerciorarse que habíamos puesto atención.

Nos poníamos a temblar cuando nos hacían recitar a coro la letanía del Santo Rosario: “… Torre de David, Torre de marfil, Casa de oro, Arca de la Alianza, Puerta del cielo, Estrella de la mañana, Salud de los enfermos, Refugio de los pecadores…” En otros momentos, sin previo aviso, hacía preguntas sobre religión:

—A ver tú, Jesús, dime las virtudes teologales.

¡Pobre de mí! Si no respondía, rápido y sin titubear: “son Fe, Esperanza y Caridad”, era merecedor de un tremendo sopapo.

—Y tú, Juancho, dime las cardinales.

De inmediato tenía que responderle con voz fuerte y audible: “Prudencia, Justicia, Fortaleza y Templanza”. De lo contrario, se enojarían sus padres en el cielo.

—¿Ya ven?  No sólo se las tienen que saber, hay que practicarlas a diario. Es así como Dios, nuestro Señor, se apiadará de nosotros y nos dará vida eterna.

Cuando había visitas, o salíamos al pueblo, una sola mirada de abue Trini era suficiente para adivinarle el pensamiento y, de no lograrlo, quedábamos en silencio mirando al frente sin parpadear. Ya en casa, nos enteraba de lo que debíamos haber dicho, hecho o callado.

Así fuimos creciendo. El tiempo pasaba, pero no las costumbres en el rancho. Un día, Don Melquiades, dueño de la tienda del pueblo, llegó a nuestra casa y le dijo a la abuela:

—Trini, présteme a alguno de sus chamacos. No tengo quien me ayude en la tienda. Le doy su sueldo semanal, almuerzo y descuento, a usted, cuando vaya por la despensa.

—Chucho, péinate en este momento. No vayas a salir con esos pelos y esas trazas, que te vas a trabajar a la tienda hasta que te aguanten; así que, sin holgazanear, para que desquites tus centavos.

Nunca cuestioné las órdenes de mi abuelita, así que caminé atrás del Don, rumbo al nuevo destino, sin rechistar. Yo sólo conocía el mostrador y los anaqueles, pero vaya sorpresa cuando me pasó a la trastienda… ¡Había muchas más cosas atrás! Mis ojos se alegraron al ver tal cantidad de frutas en conserva, costales con frijoles, habas, lentejas, todo tipo de chiles y hasta embutidos, que hacía la esposa del patrón. También tenía forraje para los animales, un gran surtido de herramientas para labrar el campo y artículos de uso diario como ollas de barro, escobas, recogedores, canastos, mecates, velas… ¡Me sentí en un mundo desconocido!

Como obediencia y laboriosidad corrían por mis venas, pronto gané la confianza de Don Melquiades y de los clientes. Tenía buena retentiva, por todo lo que me hacían memorizar desde chiquillo; así que, si llegaba alguien, yo ya sabía qué productos prefería y hasta en qué cantidades. Pronto, también, aprendí a hacer cuentas y casi nunca me equivocaba. De no trabajar bien y rápido, podían acusarme y Doña Trini —como la conocían en el pueblo— era implacable si poníamos en duda el decoro familiar.

Llegué a la tienda con menos de quince años y, juntando pagos, me casé, pude mantener a mi familia y, sin falta, le daba su gasto a la abuela. Ya como a los cuarenta, Don Melquiades —viudo y muy mayor— dijo que como Diosito no lo había bendecido con descendencia, yo heredaría la tienda. ¡Eso sí que nunca lo esperé! De hecho, los últimos años tuve miedo: si mi patrón fallecía, yo me quedaba sin trabajo y sustento.  Le agradecí mucho, besé sus manos y prometí que no iba a fallarle, que le daría oportunidad a otros jóvenes tarugos; así como él me la dio a mí.

 

El pueblo ha crecido… Ahora, con más clientes, tengo cuatro tiendas muy bien surtidas. Se llaman «Arca de la Alianza» y en cada una hay dos fotos: la de mi patrón y la de mi abue, a quienes debo todo lo que soy. Yo, que ni a la escuela fui, mandé a mis hijos a la Universidad del Estado. Ya pronto tendré un ingeniero y al año siguiente una abogada.

Como el Chuchín ya se va a recibir, mi compadre Juancho insiste en mostrarme la capital, por si de puro antojo quiero visitar al chamaco cuando empiece su trabajo por allá, pero… viéndolo bien, yo mejor aquí me quedo. En el pueblo soy Don Jesús. Si me voy a la Ciudad de México, aunque sea una semana, van a verme feo por ser de rancho, por ser un pueblerino como ellos dicen.

¡Qué se vaya m’ijo con su padrino! Él ha visitado, en su tráiler, muchos lugares; él sí sabe platicar y ha probado diferentes sazones… ¡Yo no…! Yo sigo disfrutando ese inigualable plato de frijoles negros, mis tortillitas recién hechas y un buen trozo de queso.

Caminando a casa pienso siempre en mi adorada viejita. Gracias a sus coscorrones y a las desmañanadas, me convertí en el hombre lleno de virtudes; al que todos saludan, levantando el sombrero, en señal de respeto.

 

Compadrito, habrás de dispensarme… ¡Te encargo al Chuchín! A él, enséñale todo eso que has aprendido. Ahora que sea un profesionista, podrá viajar como tú, por todo México y, si su esfuerzo lo premia, tal vez visitar otros países. Cuando eso ocurra, yo sólo espero que no se olvide de dónde venimos; que regrese al panteón de Jalostotitlán a dejar flores a su bisabuela y a hablarle de todo lo que probó, vio, escuchó, sintió y olfateó.

Si en verdad existe eso de la vida eterna, Trini estará impaciente esperándolo para escuchar sobre sus aventuras y le gritará:

“¡Por qué tardaste tanto! ¡La vida no espera a los huevones!”