Teresa Vázquez Mata. Convirtiendo en historia todo cuanto la rodea, construye nuevos mundos. Poniéndole color y energía al verbo, descubre los conflictos existenciales del ser humano y nos invita a reflexionar. Con sobrado talento, le ha dado valor a la narrativa contemporánea, regalándonos el México de su mirada o su sentir.
Bajo la tutoría del maestro Miguel Barroso Hernández, destaca en el Taller de Escritura Creativa Miró. Y es que a Tere, escribir, se le ha vuelto una pasión a la que no quiere renunciar.
El reino del pijije
Mis abuelos son cafetaleros y viven en Pijijiapan: misterioso y pintoresco municipio del estado de Chiapas. Tienen una casa grande y, en ocasiones, nos reunimos primos, tíos y disfrutamos la belleza de esta tierra bendita; en la que pudieron haberse inspirado para describir el edén.
Ir a la playa en bicicleta, bordear la costa sintiendo la brisa en la cara y el olor a mar, resulta fabuloso. Pero a veces, prefiero pasear en burro por entre los caudalosos ríos; porque son de otro mundo y guardan ese sonido rumoroso que, cual canción, responde a mis silbidos.
Muchos lugareños usan los ríos como caminos, transportándose en pangas; pero siempre hay que tener cuidado… Sólo algunos entienden su lenguaje y saben cuándo las aguas están enojadas o cuál es el momento ideal para surcarlos, sorteando los espesos follajes verdes llenos de nidos.
La variedad de aves es asombrosa, sobresaliendo el Pijije. Hay tantos que, en su honor, la región adoptó la onomatopeya de esta especie de pato singular. También son únicos los esteros, lagunas, manglares y bosques, donde habitan lagartos, nutrias, mapaches, garzas… Por eso digo que Pijijiapan es único. En medio de la exuberante naturaleza: un bello pueblito de pescadores cuyas chozas, con techo de palma, pintadas de todos los colores, no atraen a esos turistas que buscan el glamour o las borracheras.
Yo no podría imaginar otro lugar, con tantas cosas como las que nos regaló nuestro Tata Dios. Aquí no falta nada de nada: ¡hasta fantasmas tenemos!
Nuestros abuelos platican que, durante la conquista, los españoles querían apoderarse de estas tierras: “¡Hubo muchas matazones! Los ancestros tratando de defender su suelo y los enemigos decididos a quitárselo”. Aseguran, también, que todas esas almas quieren seguir viviendo aquí; porque ni el mismísimo paraíso es tan bello.
En el panteón hay tumbas desde hace siglos. Nadie pasa por allí, durante la noche. Quienes se han atrevido, cuentan que deambulan los difuntitos: chiflando como pijijes o así como se les viera en el instante en que perdieron la vida.
Puedes encontrar al que trae la flecha clavada en un ojo y no encuentra a su amada en medio de tantas bóvedas; o al pobre hombre que recibiera el plomazo directo en la panza y clama un buen banquete sin enterarse de su desgracia.
Afirman que no vaga ni un cuerpo completo. Al que no le falta la pierna o la oreja, anda cargando uno de sus brazos, con el que le quedó sano. Tal vez piense que se lo van a atornillar y no quiere perderlo.
Mi primo Ramiro jura y perjura que, en una ocasión, lo persiguió un jinete español, con todo y la armadura blindada de la época, cuya mandíbula desencajada se movía al ritmo del trote del cuaco.
¡Yo lo creo todo!
Creí en el legendario Macondo del realismo mágico, en el Comala de Juan Rulfo y así es mi Pijijiapan del alma: un pequeño pueblito costero, tan lleno de cosas preciosas, que ni los mismísimos fantasmas quieren salirse de aquí.