Teresa Vázquez Mata. El rarámuri que dialogaba con la muerte

 

Teresa Vázquez Mata. Convirtiendo en historia todo cuanto la rodea, Tere, construye nuevos mundos. Poniéndole color y energía al verbo, descubre los conflictos existenciales del ser humano y nos invita a reflexionar. Con sobrado talento, le ha dado valor a la narrativa contemporánea, regalándonos el México de su mirada o su sentir. Bajo la tutoría del maestro Miguel Barroso Hernández, destaca en el Taller de Escritura Creativa Miró. Y es que, a Tere, escribir, se le ha vuelto una pasión a la que no quiere renunciar.

 

El rarámuri que dialogaba con la muerte

 

Soy Pedro, uno de esos privilegiados que pudo tutear a la muerte, por los lares de la Sierra Madre Occidental.

Conocidos como rarámuris, o «de los pies ligeros», por las grandes distancias que recorremos sin cansarnos; los que somos de aquí estamos acostumbrados, desde chiquillos, a escuchar. Entendemos el lenguaje del agua, el viento, las nubes, las plantas y, por supuesto, el de los animales. Nos advierten de peligros, si los sabemos escuchar.

 

Es muy triste pero aquí la gente se muere mucho, entre el frío del invierno y la escasez de comida. Por las montañas empinadas, los caminos estrechos y resbalosos en época de lluvias; no pocos familiares o amigos, también han caído a los barrancos… Ya sabemos que cuando alguien se petatea, rápido están los zopilotes volando en círculos, anunciando al difuntito.

Así, la muerte ronda entre los habitantes del pueblo. Y no es como la pintan en las películas: una calaca vestida de negro. Más bien, pudiera confundirse con cualquiera de nuestras mujeres.

Recuerdo que andaba haciendo mis labores, cuando escuché una voz que quedito me decía:

-Pedro, Pedro, voltea hacia acá.

-Perdón, pero si volteo me distraigo y, si eso pasa, puedo tener un accidente –aseguré–. Pero tú puedes hablar, que yo te oigo perfecto.

-¿Sabes quién soy? –preguntó.

-¡Hombre! ¡¿Cómo no voy a saberlo?! A diario andas rondando por todo el pueblo y sus alrededores. Desde niño, mi abuelo me enseñó a reconocerte. Si te veíamos por alguna vereda, nos regresábamos y tomábamos otra ruta.

-¿Entonces, me tienes miedo? –quiso saber.

-¡No, nada! Solo me cuido… Si en este momento te miro, puedo caer por la barranca o herirme con el machete. Entonces, sí me tendría que ir contigo y eso no es posible de momento. Tengo dos hijos pequeños y una esposa que me espera en casa –aseguré, sin quitar la vista de los troncos que estaba cortando.

 

-¿Sabes? Me da gusto haber encontrado a un valiente que no quiera escapar. Muchas veces me siento sola… Como las personas huyen al verme, nunca tengo con quién conversar. Todos corren despavoridos…

Preguntó si recordaba cómo habían encontrado el cuerpo destrozado de mi tío Epifanio, junto a su caballo, allá al fondo de un desfiladero.

Dijo que sólo quería cabalgar y chismear un rato. Por eso se le subió en ancas, abrazándolo desde la espalda, pero él se espantó tanto que espueleó al animal.

-Se desbocó la bestia y allá fueron a dar… Cuando ambos abandonaron su cuerpo, le aclaré a tu tío que yo sólo buscaba compañía. No era mi intención llevármelos. No, al menos, en ese momento –aseveró, encogiéndose de hombros, con puchero de niña arrepentida.

 

Al ver su cara, la verdad, hasta sentí ganas de abrazarla, pero mejor no me arriesgué. Ella, siguió hablando:

-Estoy cansada de siempre ser yo la mala, la injusta, la desgraciada; la que se equivoca, a la que le desean que muera… ¡Y cómo esperan mi fallecimiento, si soy la invencible muerte! –rugió desesperada.

No sabía qué decirle, porque tenía razón. ¿Cómo poder consolar a alguien a quien todos rechazamos? Prácticamente, imposible. ¿Acaso intentaba usar estrategias, para darme el zarpazo definitivo? Ten precaución Pedro, no te dejes engañar, quiere verte vulnerable… Pero por darle una oportunidad, le seguí la corriente:

-Señora, nunca me había puesto a pensar en todo esto que me dice; pero si gusta puede platicar conmigo. Únicamente le pido dos cosas: aparezca cuando estoy solo en mis caminatas y déjeme conocer a mis nietos pues, según mi abuelo, son la alegría más grande que la vida nos puede dar. Si usted respeta esto, yo la llevaré hasta en los diablos de mi bicicleta a pasear por la sierra…

Y hablando de diablos le pregunté, con curiosidad y cierto temor, si tenían algún arreglo entre ellos.

-¡Qué va! ¡Claro que no! El trato con el diablo, lo hace cada persona con sus acciones. En eso, yo nada tengo que ver. Como dicen ustedes: ¡a mí que me esculquen! –dijo, mostrando todos los dientes.

A partir de aquel día, mis pláticas con la parca eran constantes. Me contaba sus secretos y temores. También, las injusticias y maldiciones de las que era víctima: “Si alguien sale borracho de un bar, se sube a su coche, maneja a gran velocidad y termina volteado… ¿De quién es la culpa?”.

Creo que nos hicimos aliados. Platicábamos y hasta paseaba con ella. En ocasiones, busqué pretextos para internarme en la sierra y esperar su aparición. En verdad, me gustaba escucharla y ver la vida desde otro ángulo.

Un día llegó, abatida, explicando cómo había tomado la vida de un niño de cuatro años. Aseguró que sus padres lo deseaban con todas sus ganas. Dijo que el pequeñín nació enfermo y llevaba una vida de sufrimiento atroz.

-Finalmente, hoy lo liberé de su padecer y él me lo agradeció; pero su madre aullaba como una loba. ¿Tú crees, entonces, que hice bien o mal? Al acabar con su dolor, causé otro indescriptible a la familia. No soy cruel, ni despiadada… ¡También tengo mi corazoncito…! –afirmó, llevándose la mano al huesudo pecho.

Recalcó que a todos los seres humanos deberían enseñarnos, desde pequeños, que la muerte es parte de la vida: “… cada instante que pasa, están más cerca de su encuentro conmigo y no hay nada que puedan hacer para evitar mi llegada.”

…No se sentía la villana de la telenovela.

-En efecto, se le teme a lo desconocido. A veces, aunque me hacía el valiente, temblaba por dentro cuando aparecías; pero ahora ya somos cuates… ¿verdad? –pregunté, sin perder de vista en dónde ponía mis pies.

El tiempo pasó y me fui haciendo viejo. Con esfuerzo salía a pasear para seguir aprendiendo de mi amiga.  Yo creo que jamás fue injusta, el problema es que aprendimos a negarla y la vemos como un implacable verdugo. Algunos la retan y pierden. Para otros resulta el tan merecido descanso, o la liberación de dolores y angustias. Los que mueren -casi todos- terminan comprendiéndola, pero sus seres queridos, por lo general, nunca se resignan. Es de egoístas pretender conservar, a su lado, a quien aman o necesitan, sin importarles que su vida sea una agonía.

 

Con sus relatos aprendí, también, a disfrutar cada segundo de mi existencia, a estar bien con familiares y amigos para, llegado el momento, no tener nada que reprocharme.

Sigo pensando que sí fuimos cuates, tal vez hasta compadres, porque pude conocer a mis seis nietos. Tuve una vida bonita, llena de todo lo que la sierra le ofrece al rarámuri. Hasta el día en que la vi, en mi casa, sentada en un huacal. ¡Nunca antes había entrado!

-¿Ya viniste por mí? ¿Ahora sí?

Movió la cabeza de arriba abajo… Tomé su mano y, sin temor alguno, me fui con ella para siempre.