Teresa Vázquez Mata. (Ciudad de México). Pertenece al Taller de Escritura Creativa, con sede en Veracruz, dirigido por Miguel Barroso Hernández. El tema del amor, en la literatura, pareciera agotado; pero cuando encontramos textos como el de Tere, nos vuelve la sonrisa al rostro y la esperanza se enciende nuevamente en el corazón. Existirán tantos Romeos y Julietas como queramos, sólo son necesarias estas historias que, alejadas de la cotidianidad, muestran con certeza las nuevas formas del amor:
Domesticados
Siempre me han gustado las historias de amor incondicional. La que les voy a contar tiene a dos protagonistas: Miguel y Memo. Miguel es un señor de la tercera edad y Memo era, en teoría, su mascota; pero siendo objetivos, con el tiempo parecieron invertirse los roles.
Memo resultó ser el perro consentido de la casa: voluntarioso y destructor. Como le gustaba dejar su plato limpio, escondía la pechuga de pollo -que no podía ingerir- entre las hendiduras de los muebles. ¿Miguel? Lloraba de risa ante cada gracia y el castigo máximo era decirle: “¡Ay, Guillermo!”
Lo llevaba al trabajo, cuando iba de visita con los cuates, a pasear por el campo… Pocas veces se ha visto tal amistad. Muy corpulento y de ceño fruncido, Miguel no concuerda para nada con su interior, que es pura bondad. Resultaba gracioso ver a un hombre, de tales características, manejar el auto con su perro a manera de bufanda. Imagínense la escena: señor, muy serio, conduciendo con un perro acostado entre hombros y nuca.
Desde esa privilegiada ubicación, Memo observaba la vida. Como era fiero, o se creía león, le echaba bronca a cuanto cuadrúpedo veían en el camino. De ser persona, habría sido prepotente y caprichoso. Solamente una vez, Guillermo se portó a la altura de las circunstancias:
“Íbamos circulando por una vía rápida cuando fuimos testigos de un suceso horrible…
Aquel perro pequeño corría, tratando de ponerse a salvo, al otro lado de la calle y un cruel taxista no se detuvo, arrollándolo.
Sin dudarlo, crucé el vehículo en medio de la calle, a manera de protección. Mientras Memo ladraba a los automovilistas, que mentaban madres; corrí a rescatar al atropellado y, regresando al volante, metí el acelerador a fondo para alcanzar al taxista”.
Ya que lo tuvo a tiro, Miguel le dejó ir el auto con todo, no una, sino dos veces. -No te vi, pero tengo seguro y me responsabilizo –dijo al taxista cuando lo tuvo en frente.
“Antes de llamar al ajustador, contacté al veterinario de Memo, cuyo consultorio estaba muy cerca del accidente, para que fuera por ambos perritos. Entonces, llegó el agente de seguro, a realizar los trámites correspondientes y en un momento, cuando nadie escuchaba, le reafirmé al del taxi: -No te vi, así como tú no viste a un cachorro al que le pasaste encima”.
Cuando cuenta esta anécdota, Miguel se ríe hasta las lágrimas. Y no ha faltado quien haya preguntado:
-¿Y por qué te detuviste a llamar a tu seguro? ¡Allí hubieras dejado al desgraciado taxista!
-Si lo hubiera dejado, entonces me hubiera parecido a él y eso sí es inaceptable…
Con el tiempo, que inexorablemente pasa, Miguel empezó a enfermar. Primero apareció la diabetes, después fueron necesarias las inyecciones diarias de insulina; luego un problema en la vista, le impidió hacer lo que más le gustaba: conducir vehículos motorizados…
Por increíble que parezca, Memo fue presentando los mismos síntomas… Se volvió diabético, comenzó a perder la vista y, en sus últimas semanas, necesitaron inyectarle insulina. Reflejando la grandeza del amor, quería sentir todo lo que experimentaba Miguel. Pero en años-perro, Guillermo era mucho mayor y pasó sus últimos días como un bebé humano, acunado en los brazos de su dueño.
Ese hombre, con aspecto duro, lloraba y le decía: “¡Ya váyase mi perrito, ya no sufra!”
Después de luchar mucho, Memo le hizo caso y se fue al cielo de los perros, un día de noviembre. Miguel es mi papá y hace unos minutos lo vi, una vez más, contemplando -fiel como mascota- la foto de Memo: su hijo favorito.