Teresa Vázquez Mata. Cuando yo sea grande…

Convirtiendo en historia todo cuanto la rodea, Tere, construye nuevos mundos. Poniéndole color y energía al verbo, descubre los conflictos existenciales del ser humano y nos invita a reflexionar. Con sobrado talento, le ha dado valor a la narrativa contemporánea, regalándonos el México de su mirada o su sentir. Bajo la tutoría del maestro Miguel Barroso Hernández, destaca en el Taller de Escritura Creativa Miró. Y es que, a Tere, escribir, se le ha vuelto una pasión a la que no quiere renunciar.

 

Cuando yo sea grande…

 

La sala Tlaqná de la Universidad Veracruzana, en Xalapa, se le figuraba una nave espacial. Mirando, a la redonda, sólo encontraba a personas elegantes; pero no veía estudiantes, así con toga y birrete, como aparecen en las películas. “Tal vez desfilen en el escenario conforme digan sus nombres”, pensó.

-Hoy, recibe título mi chamaco. ¡Un ingeniero agrónomo en la familia! ¡Al fin alguien, con purititos conocimientos, podrá hacerse cargo de las tierras y mejorar la producción de café! ­–parloteaba orgulloso, el padre, hasta con los desconocidos.

Su hijo se llamaba Efraín y de pequeño, cada domingo, podía pasar horas, en el parque Hidalgo, escuchando a la banda del pueblo.  Sentado en el suelo, los instrumentos de viento lo estremecían al punto que podía recordar e imitar las armonías con facilidad. Cuando ejecutaban un solo de metal, absorbía una gran bocanada de aire y luego, inflando los cachetes, soplaba sin volver a respirar para alcanzar la nota.

Como a cualquier chiquillo, los familiares le preguntaban:

-¿Y qué vas a ser de grande?

-¡Yo ya soy músico! –respondía sin titubear–. Sólo que, de momento, nada más tengo mi corneta de plástico; que guardé del 15 de Septiembre.

Las mujeres se reían. A los hombres, no les hacía gracia. «Cosa de niños» –pensaban. Y es que nacido en el seno de una familia de cafetaleros, en Coatepec, debía continuar la tradición.

– M’ijo va a ser agrónomo de universidad –aseguraba el padre, involucrándolo en los trabajos del cafetal para que fuera agarrándole amor a la tierra.

Pero con sus primeros ahorros, Efraín se compró una lustrosa, dorada y real trompeta. Al principio, la tocaba de oído y después a escondidas Ismael, uno de los músicos domingueros, lo tomó como su pupilo; recordándose él mismo, de niño, queriendo aprender a tocar sin encontrar a alguien que lo tomara en serio.

El maestro le enseñó a conocer su preciado instrumento:

-La trompeta es celosa como una novia –afirmaba–. Tienes que amarla y respetarla… A cambio, ella te dará sus mejores notas; después de practicar mucho, por supuesto. Si andas distraído, ella lo siente y se enoja. Cuando se queje, escúchala… Afina bien el oído para que sepas identificar sus dolencias.

Efraín lo miraba embelesado, tratando de asimilar su vasta experiencia; aunque no lo entendía del todo.

En casa, la situación era diferente: la pobre trompeta enmudecía, guardada en su estuche bajo la cama, cuando llegaba el padre.

-¿Y a este chamaco ya se le habrá quitado esa idea loca? –gritaba con la intención de que todos escucharan.

-¿Quieres que te haga unos nopales para cenar, viejo? – cambiaba de tema la esposa, encubriendo la afición de su hijo–. Acuérdate que el doctor dijo que tenías que comer más verduras…

-¿Nopales? ¡No mujer!  Mejor vamos allá con doña Chuy por unas buenas enchiladas… ¿A poco no se te antojan?

Lo que sí no se le antojó nunca, fue dar una vuelta por el apartamento que rentaron, para que su hijo cursara los estudios universitarios. Era un apasionado del trabajo y abandonar la siembra resultaba impensable. La Facultad de Ciencias Agrícolas estaba en la capital del estado y “… sólo allí puede convertirse en ingeniero mi muchacho”, le decía a los amigos.

Efraín llegaba a visitarlos, cada quincena, siempre con su mejor sonrisa: esa que es inevitable cuando realizamos lo que amamos con toda el alma. Pero a la hora del almuerzo, entre bocados e incapaz de mirarle a los ojos, solo movía la cabeza frente a las preguntas o comentarios del papá.

-Tu tatarabuelo, que sembró la primera plantita de café en estas tierras, estará brincando en el cielo, m’ijo –decía–. Primero no querías y ahora casi terminas, ¿verdad? Yo ya me canso y necesito que te hagas cargo… ¡Estamos muy contentos!

Y a punto de ver al graduado, realmente, la felicidad lo desbordaba.

-Respetable público, pasen a ocupar sus localidades; estamos a punto de comenzar –escuchó en los altavoces.

Luego, apagaron la luz y al iluminar el escenario vio al numeroso grupo de músicos, en trajes negros, sentados frente a sus atriles. “¡Qué bonita ceremonia!”, le susurró a la esposa.

La música fue llenando el recinto y él entrecerró los ojos; estremeciéndose frente a las melodías que disfrutaba por primera vez. En sus casi sesenta años de vida, jamás había escuchado algo igual. Sólo conocía la banda de Coatepec, el mariachi y los gruperos.

De pronto, una nueva armonía le enchinó la piel y… “¿cómo, era posible?” Efraín, en medio de la mágica atmósfera, tocaba el solo de clarinete, del Danzón No. 2, del maestro Arturo Márquez –de todos estos detalles se enteró después, por supuesto.

La adrenalina le llenó el cuerpo. “¡Ese es mi hijo!”, quiso gritar. Estuvo extasiado las dos horas que duró el concierto de la Orquesta Sinfónica de Xalapa y aplaudió a rabiar.

Con el clarinete, en su estuche, a lo largo del brazo y esquivando miradas, como cuando era adolescente y tenía que ocultar su pasión; llegó Efraín, a la sala donde lo esperaba la familia.

-¡Ven a mis brazos cabroncito! –lo animó a punto de lágrimas el padre–. ¡Nada mejor que vivir de lo que nos hace latir más fuerte el corazón!