Teresa Vázquez Mata. Cuando escuchen el beep-beep

Teresa Vázquez Mata. Convirtiendo en historia todo cuanto la rodea, construye nuevos mundos. Poniéndole color y energía al verbo, descubre los conflictos existenciales del ser humano y nos invita a reflexionar. Con sobrado talento, le ha dado valor a la narrativa contemporánea, regalándonos el México de su mirada o su sentir.

Bajo la tutoría del maestro Miguel Barroso Hernández, destaca en el Taller de Escritura Creativa Miró. Y es que a Tere, escribir, se le ha vuelto una pasión a la que no quiere renunciar.

 

CUANDO ESCUCHEN EL BEEP-BEEP

¿Solo así he de irme?

¿Cómo las flores que perecieron?

¿Nada quedará en mi nombre?

¿Nada de mi fama aquí en la tierra?

¡Al menos flores, al menos cantos!

-Nezahualcóyotl

¡Cómo me gustaban los días de campo con la familia! Sólo necesitábamos una canasta de tortas, la caja Boing de Tetra Pak y que los primos se acomodaran, unos sobre otros, en la camioneta tipo guayín de mamá. Colchonetas, pelota y una cuerda para brincar, o para jalar el vehículo si se atascaba: eran indispensables. Y siendo niños, mejor si había un río, laguna o charco. La condición siempre fue: “se regresan en calzones”.

—No quiero a nadie mojado en el coche —indicaba, severa, mamá y ni chistábamos. Sus órdenes, las obedecíamos cual soldados. Sólo el buen Lucio se atrevía a imitarla: ¡siempre divertido, el cabrón! Desde chamacos fuimos muy cercanos y los preferidos de la abuela. “Los bukis de mi corazón”: decía, con marcado acento norteño.

—Háblale a los bukis, que ya se vengan a comer —le gritaba al abuelo, pero nosotros sólo necesitábamos sentir el inconfundible aroma de las tortillas de harina que hacía a mano. Las aventaba en un platito de peltre y ponía una barra de mantequilla en otro. ¡No había mejor manjar!

—No le digan a sus hermanos… —mascullaba, haciéndonos cómplices. Y cual niños, portadores de un valioso secreto, guardábamos silencio frente al resto de los primos.

Poco más grandes, íbamos a patinar con la palomilla: ¡sí! El pretexto era ese: la patinada. En realidad, nos encantaba lucirnos delante de las chicas, prestas a reírse del que se cayera. Las mismas chicas que me admiraban cuando cambié los patines por una bicicleta de montaña que, más tarde, me introdujo en el mundo del motocross: deporte que practiqué por varios años y al que le debo cuatro fracturas.

La diversión, nunca fue un problema y lo de las chicas tampoco. En la escuela resultaba extraño cómo las conquistaba. Nunca fui popular, ni el más admirado o el súper musculoso y guapo; era el más listo, eso sí. La «aceptación», entre las compañeras, la obtenía cuando no entendían matemáticas o, de plano, querían que les hiciera sus tareas. Así, me enamoré perdidamente de Eréndira, que era bruta y hermosa. Vivía cerca de mi casa y cuando pasamos de la preparatoria a la facultad, la recogía para que no tuviera que irse en transporte público y, entre idas y vueltas, nacieron los cariñitos. Terminamos casándonos y formando nuestra familia, así como marcaba la tradición: papá, mamá, hijo, hija…; pero, tristemente, la unión no duró hasta que la muerte llegara a separar los lazos anudados en nombre de Dios. ¿O sí?

Ayer los escuché hablando. Atrás de la puerta, no sabían que ya podía oír:

— ¡Qué haya tenido diferencias con él, como pareja, no quita que es un buen hombre, cabal, honesto, trabajador y excelente padre! —Decía mi ex esposa—. Así que, hoy, les toca a ustedes devolverle algo de lo mucho que él siempre les prodigó. Hasta yo misma estoy dispuesta a permanecer a su lado, ahora que nos necesita —afirmó, para mi gran sorpresa.

¿Pero, realmente, me sorprendía? ¡Nos amamos, claro que sí! Recuerdo lo mucho que nos gusta viajar por carretera y detenernos en cada pueblito para probar: “¿la comida típica de aquí?” —preguntaba yo, a los lugareños. Y es que amo, como cantara José Alfredo Jiménez, los caminos de Guanajuato que pasan por tantos pueblos con envidiable gastronomía; me embeleso al ver a los voladores de Papantla, mientras disfruto un raspado de grosella o un cantarito con tequila. ¡Sí!: la comida mexicana es única… hasta los panes. No hay nada como el bolillo calentito, con un buen trozo de queso de rancho o tres cucharadas copeteadas de cajeta… ¡Comer, sí que es mi mero mole! Y cada Estado de la República tiene lo suyo, aunque creo que la cocina oaxaqueña es de talla mundial.

Sin duda, lo de explorar sabores lo aprendí de papá que, cada verano, por sobre calores de cuarenta grados, nos llevaba a nuestro rancho en Arivechi. Recorrer el desierto de mi natal Sonora, desde Hermosillo (donde vivíamos), era toda una aventura culinaria; pero también podíamos apreciar esos cielos naranjas, los saguaros con sus hermosas flores rosas, las casitas hechas de adobe, los correcaminos  de verdad: aquellas avecillas que, por cierto, no hacían beep-beep; ni tampoco me tocó ver que las persiguiera un coyote. Eso sólo sucedía en las caricaturas del Canal 5…

¡Es insólita la vida! Hace días no me sacaba de la cabeza el «beep-beep»… Lo escuchaba todo el tiempo… Y tampoco entendía por qué solo percibía voces. No podía ver… Familiares, hermanos por elección, amigos, hasta amores pasados: ¿desfilaron, sólo en la mente?

A mi gran nómina de seres queridos tengo algo que agradecerles y lo saben: ¡sí! ¡Todos  vinieron! Lo que no comprendía era el hecho de que platicaban entre ellos, contaban anécdotas simpáticas y algunos ni siquiera se conocían.

… cuando vivía el infeliz, ¡ya que se muera! Y hoy que ya está en el veliz, ¡qué bueno era! —decía Chava Flores, en una de sus canciones.

“¡Yo todavía no soy tan bueno, porque no estoy en el veliz! ¡Ya miéntenme la madre, por favor!” —pensaba.

A mi querido Hernán, el de toda la vida, compañero de correrías y aventuras, fue al primero que escuché llorar. Recuerdo que papá le decía «el perro», porque poseía una de las características de este noble animal. Y aquí estaba, fiel, tomando la mano de su mejor amigo: mi mano.

— ¡Ya estoy a tu lado, hermano! —sollozaba—. Acuérdate que eres lo mejor que me ha pasado en la vida y que cuando ando así, todo agüitado, me acuerdo de nuestros viajes. ¿Olvidaste la vez que, acampando, te mordió una nauyaca? ¡Ah, que susto me diste desgraciado! ¡Y ahorita me lo estás volviendo a dar!

“Pero… ¿por qué te asusto, si aquí estoy?” —pregunté y no obtuve respuesta. Estaba acostado y necesitaba levantarme.

“Sí, ya párate flojonazo”: hubiera dicho papá que, dando el reloj las 7:01 a.m. del domingo, nos levantaba para ir a pasear, comer… para ir a vivir…

Intenté incorporarme y no pude. Mi cuerpo no respondió… Sólo hasta ayer abrí los ojos y la intensa claridad me lastimó. Entrecerrándolos, vi un armatoste con luces y entendí de dónde venía el sonido rítmico y monótono: beep-beep-beep…, nada parecido al del correcaminos de mi infancia. Estaba conectado a una máquina por cables y mangueras, de la nariz salían par de tubos…

“¿Cómo que me dio un infarto? ¡Si apenas tengo cincuenta años y siempre he sido deportista!”

¡Todos hablaban del infarto!

Hoy, volvió el dolor insoportable y, luego, escuché la voz del doctor:

—El corazón ya no responde…

“¡Noooooo! Quiero  ver a mis hijos triunfar, realizar sus sueños… Juro, solemnemente, no interponerme; por más que quieran irse a recorrer el mundo en globo. Por favor, tráiganme una concha con nata y un atole de coco; o mejor un buen ribeye, una copa de vino tinto y mi guitarra… Nunca fui bueno tocándola, pero si no la toco: ¿cómo le digo a la gente que quiero que los quiero?”

Si estando en la carretera

oyes un beep-beep,

ten la seguridad

que se trata de mí…