Teresa Vázquez Mata. Convirtiendo en historia todo cuanto la rodea, construye nuevos mundos. Poniéndole color y energía al verbo, descubre los conflictos existenciales del ser humano y nos invita a reflexionar. Con sobrado talento, le ha dado valor a la narrativa contemporánea, regalándonos el México de su mirada o su sentir.
Bajo la tutoría del maestro Miguel Barroso Hernández, destaca en el Taller de Escritura Creativa Miró. Y es que a Tere, escribir, se le ha vuelto una pasión a la que no quiere renunciar.
APOLOGÍA DEL DESENCANTADO
¡Estoy incómodo! ¿Quizás harto? No aguanto más la vida que he llevado durante mis 54 años. Si muero en este momento, nadie podrá dedicarme un obituario. ¿Qué dirían? “Aquí yace el hombre invisible”: EPITAFIO IDÓNEO.
¿No voy a dejar huella?
Simplemente, me he limitado a vivir para trabajar; en lugar de disfrutar la vida con el rédito de mi trabajo. En ocasiones me siento como caballo con anteojeras, que solamente les permiten ver hacia el frente, perdiéndose la totalidad del escenario.
Siempre estuve acostumbrado a que las personas y situaciones permanecieran. Fui a la misma escuela, desde primero de kínder, hasta preparatoria. Mis padres se casaron a los 20 años y mantendrán la convivencia —no sé si, también, la felicidad— hasta que Dios los llame al cielo. Mamá se encarga con esmero del orden y funcionamiento de la casa. Papá trabajó para una compañía farmacéutica, hasta que lo jubilaron.
De pequeño, familiares y maestros interrogaban: “¿Qué vas a ser de grande?”
—Ingeniero —respondía con seguridad y así fue.
A mis amigos también los bombardeaban con las mismas preguntas y, de acuerdo a sus propias influencias, contestaban: “Bombero”. “Astronauta”. “Doctor”. “Rockero”… Nunca escuché a ninguno decir: “Quiero ser stripper y bailar con poca ropa”. Y sin embargo, en la generación, tuvimos por allí uno que otro. Ahora que lo pienso, creo que hasta los envidio.
Cuando seas grande… Cuando te gradúes… Cuando te compres una casa… Cuando te cases… Cuando tengas hijos… Cuando te jubiles… ¿Y si ninguna de estas condiciones sucede? ¿O no todas?
¿No han notado que se van aferrando a algo que no les satisface, sólo porque así lo determinan los cánones sociales? A mí me pasó siempre y siento que estoy por llegar al punto de no retorno. ¡Quiero ser otro! ¡Es ahora o nunca!
Mi primo hace algunos días se infartó y uno pone su barba a remojar al ver al vecino afeitado. Es mi contemporáneo y nunca nadie podrá quitarle lo bailado. Era aventurero, atlético y tenía un chingo de amigos. Siempre decía, sin afán alguno de presumir: “Mi público me aclama”. En cambio, yo nunca salí de mi ciudad natal, ni me aventé de un paracaídas porque mamá dijo que no debía correr riesgos innecesarios. ¿Subirme a un avión, o un barco? ¡Ni Dios lo quiera! De verdad, tengo mucho dinero pero, ateniéndome a los rigores de mi madre, ignoro las delicias del mundo. Filosóficamente hablando, no me conozco a mí mismo. Actúo como robot:
El despertador, cada mañana, suena a las 6:15. A las 7:00 desayuno, para poder estar ya sentado en mi escritorio a las 8:30. Al mediodía me como un puñado de almendras —buenas para el cerebro— y a las 14:30 ya estoy con Doña Clarita que, mecánicamente, me sirve consomé de pollo con verduras, sin arroz. Mi jarra de agua de limón, aunque haya otros sabores, no puede faltar. “¿Ya le llevaste su gelatina al ingeniero?”: escucho, al finalizar mi pescado asado y en segundos llega un mesero a entregarme el cuadrito de color de siempre. Nunca se me ha ocurrido pedir pastel de moka, arroz con leche o flan. Y continuando la monotonía diaria regreso a la oficina, expido papeles a diferentes entidades y, antes de la hora del tráfico, me retiro para llegar a la casa donde encuentro a Leonor quien, también de manera rutinaria, me pregunta: “¿Cómo estuvo tu día en el trabajo?”
—¡Bien! ¡Sin novedad! —. Respondo como autómata. Claramente, jamás vivo sucesos extraordinarios; sólo recuerdo la vez que la contadora llegó disfrazada de catrina porque era Día de Muertos y en silencio puso un altar como homenaje a otro empleado que había fallecido. ¡Casi la despido por hereje! Y ahora que los católicos aceptaron esta tradición, cuando muera: ¿alguien me recordará en su altar, poniendo las cosas que me gustan?
“¿Y qué le gustaba?” —se preguntarán— “¡Ni modo que le pongamos una computadora y la sumadora, junto a su agüita de limón!”
Creo que hoy voy a cambiar, como dice la canción. Sé que lo que ha unido Dios no lo debe separar el hombre… ¿Lo sé o me lo inculcaron? Tengo que empezar por romper creencias y lazos forzados. ¿No es peor vivir con alguien a quien no se ama? Lo digo más por ella que pensando en mí. Leonor se acostumbró al buen proveedor y no se ha percatado de este hombre, aburrido hasta la pared de enfrente… Las inversiones y los ahorros me alcanzan para brindarle una pensión más que decorosa. Es lo único que supe hacer: ¡dinero! No lo gasté, por el aquello de “los riesgos” y ella sumisa, nunca me exigió nada. Vivía cómoda y creo que con eso le bastaba pero… ¿dónde quedaron, también, sus sueños y aspiraciones?
Nunca es tarde… ¡Estoy decidido! ¿Y si me vuelvo un cabrón? Ya sé que ahora a las jovencitas les gustan los rucos con dinero. No estaría mal, convertirme en el sugar daddy de par de ellas y llevármelas a disfrutar del mundo.
Respira hondo y profundo, Álvaro. Toma las riendas que otros sujetaron por ti. Busca un director para la empresa. ¡Divórciate, no te vuelvas loco!
Leonor estará triste, pero mis hijos saben que en la casa reina el desamor. Prefiero que me odien unos meses y con el tiempo, cuando me perdonen, puedan contarles a mis nietos que no pasé desapercibido…
“¿Sabían que su abuelo recorrió Europa en un globo aerostático? ¿O que se internó seis meses en la selva del Darién, en Panamá y ayudó a los pobladores de la región a construir casas?… Y es que mucha gente recuerda a su abuelo y en sus caras se dibuja una sonrisa o los ojos se les llenan de lágrimas”.