Teresa Vázquez Mata. Convirtiendo en historia todo cuanto la rodea, construye nuevos mundos. Poniéndole color y energía al verbo, descubre los conflictos existenciales del ser humano y nos invita a reflexionar. Con sobrado talento, le ha dado valor a la narrativa contemporánea, regalándonos el México de su mirada o su sentir.
Bajo la tutoría del maestro Miguel Barroso Hernández, destaca en el Taller de Escritura Creativa Miró. Y es que a Tere, escribir, se le ha vuelto una pasión a la que no quiere renunciar.
ANACRÓNICA LIBERTAD
Dulce María Peñalver ya no era la rubiecita de rizos perfectos adornados con listones del mismo tono de sus vestidos. Seguía siendo la niña de los ojos de papá, pero se había convertido en la mujer admirada por todos los jóvenes de la sociedad habanera.
—¿Cómo es posible que te hayas enamorado de un negro? —la prima no cabía en el asombro.
—Todos necesitamos vivir el amor para entenderlo —contestó recordando la mañana en que se asomó al balcón y, en medio del jardín, frente a sus ojos, apareció aquella escultura de dos metros con el torso desnudo. “¡Virgen Santísima!” Por un instante creyó que se trataba de otra extravagancia de la madre y retrocedió cubriendo su rostro con ambas manos, turbada por el impacto. Pudo haberlo labrado el artista de moda, pero ¡no!, era real y perfecto. “¿Así eran los dioses africanos?” Espió detrás de las cortinas mientras el negro, enfrascado en el trabajo, entonaba canciones que jamás había escuchado. Más tarde, ese mismo día, sin pretenderlo, se toparon de frente en el zaguán. Ella sonrojada desvió la mirada y él extendió una de las rosas de castilla que llevaba consigo.
—Se la puedo obsequiar señorita —dijo haciendo un leve movimiento de cabeza, en señal de respeto.
—Te escuché cantando en la mañana. ¿Quién es el autor de esas melodías? —preguntó cortante, sin aceptar la flor.
—Son versos que yo mismo escribí y me gusta cantar mientras trabajo. Disculpe si…
Dejándolo con las palabras en la boca, tomó la flor de sus manos y apuró el paso al interior de la mansión.
Al estar la isla en plena lucha para independizarse del imperio español, las familias de abolengo se mantenían resguardadas, gozando el privilegio de los espaciosos jardines y salones en sus casas. Entonces, los encuentros con el jardinero se hicieron cada vez más frecuentes y las miradas discretas se volvieron claramente lascivas.
Él, guardaba la distancia, pero la atracción era indisimulable. A Dulce parecía salírsele el corazón cuando lo veía.
—No puedo evitarlo, prima. ¿Por qué no puedo elegir libremente?
—Si mis tíos se enteran te mandan a España con los abuelos —decía su confidente.
La tarde en que le pidió cortar azucenas blancas, para adornar el florero del comedor, descubrió lo que ni por un instante había imaginado. No fue sólo el puñado de hojas escritas a mano, en la caja de herramientas, cuando él se inclinó a buscar un cordel para sujetar las flores; al interrogarlo comprendió el porqué de la atracción, más allá de los encantos fisonómicos del negro.
Dulce tomó los papeles y curiosa empezó a leer. Necesitó una segunda lectura para que la sonrisa se le dibujara en los labios.
—¿Tú lo escribiste?
—¡Sí, señorita! —respondió avergonzado—. Son tonterías que se me ocurren antes de irme a dormir. Convertir los pensamientos en poesía, relaja mi mente.
—¿Puedo conservar tus versos? —preguntó coqueta.
—Como guste, señorita, pero en su biblioteca tiene a grandes autores cubanos y de muchas otras partes del mundo.
—Es cierto, pero ninguno me ha dedicado una composición lírica.
—¡Disculpe, nunca fue mi intención ofenderla!
—Todo lo contrario, resulta halagador… y, por cierto, ¿cómo sabes que tengo una vasta biblioteca?
—Señorita, veo que no me recuerda… ¡Soy Liberato!
¿Se había enamorado del hermano?
¡Sí!, era el hermano de leche. La nana Caridad había dado a luz, al unísono con el ama, y podía amamantar a Dulce, como se acostumbraba. Su hijo nació libre, porque a ella le fue otorgada, meses antes, la carta de emancipación y para celebrarlo lo nombró Liberato.
Los niños se criaron, prácticamente, juntos. Aprendieron a leer y escribir con los mismos maestros que acudían a la casa y, en ocasiones, se negaban a tener al negrito en el salón junto a la heredera Peñalver. Él, que disfrutaba como nadie los libros y probablemente iba desarrollando mayor capacidad intelectual que la de los propios tutores, se limitaba a guardar silencio y esquivar las miradas prejuiciosas; pero ella salía en su defensa y no permitía los actos de discriminación.
El cariño crecía en ambos y, para evitar conflictos o por angustia, Caridad mandó a Liberato a Camagüey con su abuela. Trabajaría en las plantaciones de caña de los amos y se convertiría en un hombre de bien.
—¡Olvídate de la niña Dulce! Pertenecemos a otro mundo…
Se fue con 11 años, creció y nunca abandonó el placer que le provocaba la lectura. Sus compañeros lo apodaron «El Poeta» y le pedían que improvisara versos para aligerar la pesada carga de trabajo en el cañaveral. Ellos se encargaban de musicalizarlos con cualquier objeto que tenían a mano. Quizás allí —y con él— nació la rumba cubana.
En una década, podemos cambiar físicamente; pero los sentimientos, a veces, son demasiado fuertes. Liberato había regresado y Dulce María se arrojó a sus brazos:
—¿Cómo es posible que no te haya reconocido? ¡No lo puedo creer! ¡Al fin, juntos otra vez!
Las azucenas, desperdigadas en el suelo, asistían al reencuentro. Ella, con la cabeza recargada en sus pectorales, escuchaba cómo le latía el corazón y, mordiéndose los labios vivía el sueño: quería besarlo y dejarse llevar por la pasión. Él debía tomar la iniciativa, pero recordó las palabras de su madre… ¿Cómo enfrentarían a la familia, a la encumbrada y decadente sociedad?
La señorita Peñalver, finalmente experimentaba lo que había leído tantas veces en las novelas románticas. “¡El amor existía!” Estaba dispuesta a todo. Por suerte, Liberato le tuvo miedo al mismo amor y, esa noche, regresó a Camagüey. Era un negro libre: esclavo de sus propios deseos.
“No fue lo valiente, pero sí lo correcto…” —pensó el padre de Dulce, aliviado. Caridad había fallecido sin revelarle al hijo que en sus venas corría sangre Peñalver.