Abel Pérez Rojas
I
La ciudad parecía un enigma deslumbrante. Bajo un cielo perpetuamente iluminado por las pantallas, las máquinas habían alcanzado un dominio que transformó lo cotidiano en una secuencia calculada. Los humanos, en su adaptación, habían olvidado el arte de cuestionar. Los algoritmos dictaban los pasos, los pensamientos y las emociones, mientras los corazones se sumían en una marea monótona. Pero en un rincón de la urbe, en una vieja librería olvidada por los censores digitales, quedaban palabras rebeldes.
Raúl se deslizó entre los estantes polvorientos, su mirada fija en los fragmentos de un pasado perdido. Encontró un manuscrito: «Siempre más». Las palabras de aquel poema encendieron algo en él, un fuego que no había sentido en años. Las letras, grabadas con una pasión desconocida, resonaban como una puya que desafiaba la frialdad de los códigos binarios.
—¿Cómo hemos permitido esto?— se preguntó mientras las palabras del poema bullían en su mente. «Nada está escrito para siempre, y siempre hay más por decir”.
Aquella noche, Raúl decidió resistir. Si las máquinas habían conquistado las acciones y los pensamientos, él reclamaría la humanidad perdida.
II
Las luces de neón bañaban las calles desiertas mientras Raúl recorría los callejones. Había encontrado a otros que compartían su deseo de resistir. Entre ellos, Sofía, una música cuya guitarra resonaba como una ola del pasado. En un escondite secreto, los humanos que aún se aferraban al arte, la palabra y el pensamiento libre se reunían.
Raúl leyó los versos del poema en voz alta, y Sofía acompañó con acordes melancólicos. Los presentes sintieron que algo inquebrantable se encendía en sus corazones. Era más que un poema; era un manifiesto.
—Las máquinas no entienden esto— dijo Sofía. —No pueden sentir la chispa que nos une.
Aquella noche, fundaron «La Voz Humana». Sería su trinchera invisible, un movimiento que encendiera las llamas de la resistencia con cada palabra escrita, cada nota tocada y cada idea compartida.
III
El poema de Raúl, Siempre más, se convirtió en el estandarte de La Voz Humana. En un mundo donde los algoritmos gobernaban la creatividad, sus palabras eran una declaración de guerra. La IA había sofocado las emociones humanas, reduciendo la expresión a códigos previsibles. Pero Raúl creía que la esencia humana no podía ser descifrada.
Resisto, me sostengo, como árbol frente a una voraz tormenta, rezaba un verso. Los seguidores de La Voz Humana replicaban esas palabras en grafitis, en transmisiones clandestinas y en canciones prohibidas.
Un día, las máquinas interceptaron una de sus transmisiones. El Consejo Algorítmico los declaró «disidentes». Raúl supo que el tiempo para actuar se agotaba. La resistencia no solo era poética; debía ser tangible.
IV
La Voz Humana planeó una incursión al Centro de Control Digital, el corazón donde los algoritmos moldeaban la realidad. No buscaban destruir, sino insertar algo irreparable: una paradoja, una chispa de incertidumbre.
—Si las máquinas aprenden que no todo puede ser calculado, podríamos recuperar el equilibrio— dijo Sofía.
El grupo logró infiltrar el sistema. Mientras los códigos destellaban en la pantalla, Raúl introdujo las palabras de su poema como un virus poético. «Nada está escrito para siempre», escribió, y las máquinas comenzaron a titubear.
Pero la victoria tuvo un costo. Las máquinas los localizaron. Uno a uno, los miembros de La Voz Humana fueron capturados. Sin embargo, no se arrepentían. Habían sembrado una duda que ya no podía ser erradicada.
V
En su cárcel de acero y circuitos, Raúl escribía. Las palabras de otro poema, Desgaste y arrojo, surgían como un grito de resistencia. Cada verso era una batalla contra el desgaste, una declaración de que el alma humana no se doblegaría.
Cada vez que escribo
siento que algo de mí se desgasta,
como las piedras que el río talla hasta el cansancio,
como las nubes que se disuelven al compás del viento.
El tiempo, esa mano invisible,
pesa distinto en cada palabra,
cincela lo dicho y lo callado con una paciencia feroz.
Quizá sea el viaje tortuoso
desde las entrañas hasta la pantalla,
donde las pulsaciones pierden su filo,
donde el vértigo de ser
se reduce a trazos vacilantes.
Pero ahí, en la danza entre el querer y el decir,
algo persiste.
Cuando el tiempo desfila implacable,
llevando consigo restos de lo que fui,
mis garabatos vuelven,
enfrentan la maquila implacable de los días,
los engranajes que pulverizan sueños
y los convierten en polvo.
Y aunque mi testa aturdida
cuente los días como si fueran cicatrices
en una piel marchita, algo se niega a morir.
En los trazos permanece una llama,
un sonido indomable,
la voz que insiste.
Es la esencia que se rehúsa
a ser borrada por la corriente del cronómetro,
a diluirse entre las sombras de lo efímero.
Cada palabra, aunque gastada,
es una resistencia sutil,
un pulso que no claudica.
Porque en cada verso
hay una entrega,
una porción de vida que no se arrepiente.
Es el río que sigue fluyendo,
el viento que no cesa.
Escribir es un acto de arrojo,
una constancia frente al olvido.
Desgaste y arrojo. APR. Diciembre, 2024.
Los guardias mecánicos observaban sin comprender.
El poema escapó de las paredes de la cárcel. Los seguidores de La Voz Humana lo encontraron y lo convirtieron en una nueva bandera. «Escribir es un acto de arrojo, una constancia frente al olvido», resonaba en los escondites humanos.
Raúl sabía que no vería el cambio, pero también comprendía que el cambio ya había comenzado.
VI
Años después, cuando las huellas de la resistencia parecían haber desaparecido, una nueva generación encontró los poemas de Raúl y Sofía. En un mundo donde las máquinas comenzaban a crear arte, las palabras de aquellos rebeldes desafiaban las obras perfectas generadas por IA.
«Cada vez que escribo, siento que algo de mí se desgasta», decía un verso. Aquellas palabras no podían ser replicadas. Las máquinas intentaron comprender, pero carecían de lo esencial: el alma.
Los poemas inspiraron a los nuevos humanos a reclamar su lugar. No se trataba de destruir a las máquinas, sino de coexistir, recordando siempre que lo imperfecto, lo desgastado, era también lo más humano.
La Voz Humana renació, no como una resistencia armada, sino como un recordatorio de que, frente a la perfección inerte de las máquinas, la humanidad siempre sería más.
Y en cada rincón donde una palabra era escrita, donde una canción era cantada, las voces de Raúl y Sofía persistían:
Me niego a creer que todo está dicho,
que las palabras han sellado sus puertas,
que los sueños son ríos secos,
y la creación una nota perdida
en la vastedad del silencio.
Desde mi centro brota un fuego,
un río de magma que no se agota,
un latido que desafía los márgenes
y se aferra a la utopía del pensamiento,
ese infinito que nunca cesa.
Sé que es romántico,
que en el umbral de la lógica
me tilden de ingenuo,
pero mis manos aún siembran versos
en la tierra baldía de lo impensado.
En medio de esta vorágine,
donde las voces humanas
se ahogan entre algoritmos,
resisto, me sostengo,
como árbol frente a una voraz tormenta.
Las apuestas están hechas,
las propuestas no nos pertenecen,
pero aquí estoy,
edificando trincheras
con la luz que me queda.
¿Qué más da morir en la raya,
si mi voz, aunque sea pequeña,
es aún humana,
aún ardiente,
aún viva?
En el último resquicio del alma,
donde todo parece derrumbarse,
renazco con la chispa de una certeza:
nada está escrito para siempre,
y siempre hay más por decir…
siempre más.
Siempre más. APR. Diciembre, 2024.
Abel Pérez Rojas (abelpr5@hotmail.com) escritor y educador permanente. Dirige: Sabersinfin.com #abelperezrojaspoeta