Abel Pérez Rojas
La venganza es dulce y no engorda.
Alfred Hitchcock
I
Ella sabe que difícilmente llegará a tiempo.
Son casi seis menos veinte y, si el tráfico vehicular no presenta ningún inconveniente, arribará a su destino veinticinco minutos después de la hora acordada.
Sabe que por más desesperación que le invada, ésta no cambiará la velocidad del microbús que a duras penas le brindó pocos centímetros de uno de los estribos traseros.
Aprendió que la ansiedad pasa factura tarde o temprano, como aquella afección de vesícula que contrajo ante la desesperación de la ineficiente atención médica que llevó a su madre a la tumba.
De repente, un rechinido de frenos le distrae de su ensimismamiento y de la preocupación por su retraso.
El microbús sigue su marcha, a veces como “alma que lleva el diablo” y otras tantas a “paso de tortuga”, porque es imposible volar cuando la tecnología aún no ha alcanzado a las mayorías que viajan en los microbuses citadinos de los países en desarrollo.
Entre un mar de brazos, piernas, abdómenes pronunciados y manos furtivas que tocan las protuberancias ajenas, ella destaca como nadie.
Su bella silueta apenas logra verse como individualidad, porque los cuerpos de los varones que van junto se le empalman como vulgares sanguijuelas de charcos con plomo.
II
18:40, al fin en tierra firme.
Ha caminado un par de calles y aún siente las manos desconocidas que en el microbús le examinaron de pies a cabeza.
Trata de olvidar el trago amargo.
Se consuela imaginando que algún día tendrá el dinero suficiente para comprar un auto y muchos de esos cabrones seguirán en la esclavitud del transporte público, peleando por unos centímetros del último estribo.
Ríe repasando cómo serán esos días viendo desde el retrovisor del automóvil que adquirirá tarde o temprano, mientras esos ojetes seguirán viajando como sardinas.
“Dulce venganza”, es el par de palabras que sintetizan su sentir ante aquellos vulgares tentones que hoy, una vez más, violaron su intimidad.
III
Ofrece mil disculpas ante su interlocutor, dice que no volverá a pasar, que es la primera y última vez que llegará tarde, porque necesita el trabajo y porque en cuanto pueda comprará un automóvil, aunque sea de uso, para llegar a tiempo a sus compromisos.
Firma un pagaré en blanco para poder recibir el paquete con la indumentaria de trabajo.
Está nerviosa.
Quiere ocultarlo, pero sabe que los nervios le brotan por todas partes.
Afuera ha oscurecido y eso le da cierta confianza de anonimato.
Se consuela con sabiduría popular: “en la oscuridad todos los gatos son pardos”.
Toma aire, respira, aunque en realidad resopla, porque no hay marcha atrás.
A ella le parece que esta noche transcurre muy lenta, pero es solo su percepción, porque el reloj avanza como lo hace en un día cualquiera.
Siete horas antes no pensó que el estómago le daría para tragarse tanto nerviosismo, pero la biología humana es maravillosa y la juventud tiene saldo suficiente para pagar el precio que se requiera.
No sabe si fue casualidad o fortuna que aquel tipo escuálido con tez de oficinista estuviera esa noche, pero esa figura media borrosa por la iluminación escasa reforzaría su relato años más tarde.
IV
Al paso del tiempo, no recuerda si fueron veinte o veinticinco años después, en Sabersinfin.com leyó por primera vez ese poema que jura se lo escribieron a ella.
También sostiene que la composición la escribió el sujeto de silueta opaca sentado al fondo del salón a media luz, porque dice que alcanzó a verlo escribir en una servilleta mientras tomaba lo que parecía un whisky en las rocas.
Ya retirada de ese ambiente, gracias al que logró consumar la dulce venganza de comprarse un auto, y ver en el retrovisor a los ojetes que tantas veces la manosearon, sigue guardando para sí el poema sin dedicatoria que le recuerda aquel día significativo que nunca olvidó y, promete, no olvidará:
Azafata de a pie, / de transporte público, / de filas en el cajero, / de perfume en abonos, / de zapatos de catálogo vendidos por su vecina, / de huesos mal alimentados, pero músculos ejercitados por la friega de todos los días, / de honor defendido a precio de mentadas de madre. / Azafata de a pie que jamás ha pisado un avión, / que las alturas le apanican, / que sueña con varón con alas doradas en el pecho. / Azafata: hoy cumplirás tu sueño a medias, / hoy vestirás el uniforme que tanto añoraste, / con centímetros menos, más corto, sugestivo, / pero con alas bordadas que tanto te encantan, / hoy subirás y bajarás de las alturas / en ese tubo pulido uno y otra vez por bellos cuerpos, / por piel mulata y epidermis blanca. / Hoy verás las luces de la pista, / también de aterrizaje, pero no olerá a turbosina, / estará impregnada de licor y nicotina. / Azafata de a pie, toma mi boleto y llévame a las alturas, / ¡cura con tu silueta mi acrofobia! (Azafata de a pie. APR. 2011)
Abel Pérez Rojas (abelpr5@hotmail.com) es escritor y educador permanente. Dirige: Sabersinfin.com #abelperezrojaspoeta