Rey Barbier. Actualmente estudiante de Psicología en la Universidad Veracruzana. Nació el 7 de septiembre de 1997 y ha escrito una variedad de textos desde los trece años. Su primera experiencia en un certamen de escritura fue en el presente año, en el Concurso de Relato corto, organizado en la Facultad de Psicología de la UV. En el que obtuvo el segundo lugar con el relato que lleva por nombre “El retrato de Gera” y por lo cual desea seguir participando en otros concursos a futuro.
DE AGUAS BRILLANTES
(Primera parte)
Como la isla de DuPont Marie Havre, con sus aguas azules y extensas, no hay ninguna otra en el planeta. Aunque buscaras de manera incansable, regresarías a este pedacito de tierra rodeado por mar y es que, la salinidad en el aire y el amor que se despliega en la tarde de la isla de DuPont Marie Havre… no existe en otro sitio.
Me gustaba pasar mis tardes con el vestido naranja puesto. Combinaba con la caída de la tarde y le encantaba a Marco. Marco Virgil Larusco, joven de costa, con la piel bronceada y los ojos verdes. Su cabello pajoso maltratado por el agua de mar no opacaba la belleza de sus facciones. Éramos jóvenes, no como ahora que escribo este diario a mis treinta y pocos.
Marco sabía los secretos de mi cuerpo. Aun si Tomás, el señor de la miscelánea o Rosario, la vendedora de verduras no tenía ni idea. Todos ellos veían a una chica de regular medida, pero Marco veía una chica en mí, aunque la medida de mi entrepierna nunca fuera la ideal. Valoraba más a Marco por eso.
Aun así, mi corazón —por razones misteriosas—, nunca pudo pertenecerle. Fumábamos juntos, me cargaba en las tardes de feria y trató de enseñarme a nadar con dedicación. Éramos una pareja de adolescentes comunes y corrientes, con la condición de no ser una pareja. Me iba a hurtadillas a su casa, escapaba de mi madre que se quejaba diciendo: —Otra vez se fue el marica—, ya la conocía como era con mi “temita”.
El vestido naranja me lo compró Marco, él me lo podía quitar si quería. Era triste lavarlo cada noche para usarlo al día siguiente. Las botas de punta metálica y el overol, esos sólo los usaba para el trabajo pesado del otro lado de la isla de DuPont Marie Havre, en el archipiélago pequeñito de Alba Caro. Ahí trabajaba con el hermano menor de Marco, el joven pálido y escuálido que tiene por nombre Sidaín.
Sidaín y yo nos íbamos a diario en el mismo transporte, hablaba con él durante los setenta y cinco minutos que nos tomaba llegar al archipiélago vecino. Jugaba con las ramitas que caían en el agua, era muy pequeño para trabajar al igual que todos en ese barco, pero él en particular no cumplía con la edad necesaria para estar ahí. Sólo en la isla de DuPont Marie Havre, los niños trabajan sin miramientos. Quizás es la parte de la isla azul que también pasa en otras partes del mundo, pero nada más.
—¿Quieres un pedazo de chocolate? —, me ofrecía todas las mañanas, aunque siempre me negaba.
—Me salen granos, ¿a ti no? —, él levantaba los hombros. No le ponía atención a esas cosas.
Con dieciséis años, ¿quién se preocupa por el estado de la piel? Como se imaginarán, yo era como tal, dos personas diferentes en la isla. Al llegar todos saludaban de paso a un muchacho que no tiene nombre, pero por la tarde-noche, ahí estaba la chica del vestido naranja. Agarrada de la mano de Marco, me veía diferente que con mis botas de punta metálica.
Sidaín me conocía, pero nunca me dio por preguntar qué es lo que pensaba de alguien como yo. Me quedaba con la imagen del chico amable.
Nunca aprendí a nadar, el agua de la isla solo tenía el derecho de llegar hasta mis caderas. Me provocaba terror quedar atrapada en el fondo, yo no era como Marco que se sumergía hasta desaparecer y luego volvía por debajo para tomarme de los muslos.
—¿Te vas a casar conmigo? —, a Marco le interesaba mucho la formalidad.
—No somos novios siquiera y tú quieres un compromiso, cabeza de caracol —, a él no le importaba mi trato algo severo.
—Ya tengo diecinueve, nos vamos a casar en cuanto cumplas los dieciocho años.
No quería sacarlo de su ilusión porque yo también quería casarme. La isla de DuPont Marie Havre no es como ninguna otra, pero tampoco ha permitido que dos chicos se casen. Por más que en mi corazón sea una joven, a ellos no les vale que entre mis piernas hay algo un poquito diferente. Es otra de las cosas que tiene en común la isla, pero aún sigue siendo única en el planeta.
Si tan sólo las leyes fueran como los ojos de Marco, podría casarme con él un día. Él creía que fuera de esta isla tendría que existir un lugar donde pudiéramos contraer matrimonio. Se alegraría de saber que tiene razón y que en donde estoy, las mujeres como yo, son mujeres sin problemas. Sin tener que usar botas y overol en la mañana y esperar hasta la tardecita para ponerse un vestido.
Marco, ya no está aquí.
Me besé muchas veces con Marco bajo las sombras melancólicas del puerto en la Isla de DuPont Marie Havre. Muchas veces lloré con él porque no quería usar ese nombre horrible por las mañanas.
—Un día vamos a olvidar ese nombre y nuestra acta de matrimonio dirá el que más te guste —, me tomaba de las manos y yo sentía que moría.
¿Les dije que mi corazón no le pertenecía? Así era, mis sentimientos nunca fueron apresados en las redes del joven de ojos verdes. Había alguien que los tenía como rehenes desde hace unos años. Sidaín y yo cumplíamos años en la misma fecha, pero con la diferencia de dos años. Mientras yo era un adulto, él apenas estaba atravesando lo más intrincado de la adolescencia. Cualquier día podía ser nuestro último día de trabajar juntos.
El archipiélago era arenoso y seco, el sol nos daba directo en la cara al caminar de regreso para tomar el transporte de la Isla. No había ni un alma en ese camino, sólo nosotros que charlábamos de cosas triviales.
—Eres bastante terca con eso de nadar —, me dijo un día y él no entendió por qué mi cara se iluminó.
No era un reto que todos vieran una chica con el vestido naranja, con el rojo, con el azul o con los múltiples atuendos que tenía después de trabajar tanto. Un reto era que Marco me viera desnuda y pensara en una chica, pero ni siquiera él podía ver lo mismo que Sidaín.
Sidaín podía ver una mujer debajo del overol azul, el casco de obrero y las botas de puntas metálicas. Algo que Marco se negó a ver, porque a él le gustaban los vestidos estampados y no le iba mucho verme con uniforme. Cuando regresaba a la isla, era el único que no levantaba la mano para saludarme. (Continuará…)