Parece que hay un descontrol entre algunos miembros de Morena, el partido hegemónico, pues en las últimas semanas, las críticas más severas contra el partido no han provenido de la oposición, sino que han venido desde adentro del propio movimiento, lo que lo hace más relevante. Voces afines al interior que han cuestionado con fuerza los excesos de figuras del más alto nivel y que son clave del morenismo.
Hay distintas lecturas respecto a lo que está pasando al interior, pues hay quien interpreta este fenómeno como el inicio de una ruptura interna. Pero, quizá lo que realmente estamos presenciando puede ser más grave: es la punta apenas visible de una pugna encarnizada entre facciones preexistentes que luchan por definir el futuro del partido. En pocas palabras podemos decir que no se trata de lo que ocurre hoy. Es una batalla por lo que vendrá.
Yendo algunos pasos hacia atrás hacia atrás, podemos decir el origen de todo esto, es el momento cuando el expresidente López Obrador, entregó una herencia fragmentada. A Sheinbaum le entregó la Presidencia, a sus contendientes las cámaras y a la dupla Alcalde/López Beltrán el aparato partidista.
También es una realidad que Morena ya tenía partes podridas, desde que el movimiento se construyó aceptando personajes de dudosa reputación como un mal necesario para asegurar la conquista del poder.
La diferencia es que bajo el liderazgo de Obrador esas figuras operaban subrepticiamente, concediendo que el último árbitro de cualquier decisión sería el presidente. Hoy, ante la herencia fragmentada, esas figuras han comenzado a aliarse e intentan tomar control del partido y del poder que representa.
Ejemplo de lo anterior, es el hecho de que la defensa más enfática de López Beltrán no proviniera de Luisa María Alcalde, sino de Fernández Noroña, quien le tendió un salvavidas envenenado al insinuarle que negara la autoría de la carta sobre sus lujosas vacaciones en Tokio.
Tampoco es casualidad que el diputado Ricardo Monreal haya quedado fuera del comité redactor de la reforma electoral y ahora amenace veladamente con “deserciones” si dicha reforma toca ciertos intereses.
Mucho menos lo es que los fastuosos cumpleaños de Pedro Haces Jr. sean el centro neurálgico de todo tipo de alianzas en búsqueda de gubernaturas.
Por lo anterior, podemos decir que lo que está ocurriendo al interior de Morena, es un partido que se confronta ferozmente entre quienes se abandonaron con desenfado a las seducciones del poder, el nepotismo y las corruptelas, y quienes aspiran a que el partido preserve los ideales que lo llevaron al poder.
Es en este contexto que deben leerse los llamados a la “justa medianía”. No se trata de un rechazo simple o dogmático a la riqueza. Si así fuera, Sheinbaum no tendría en su círculo cercano a figuras como Altagracia Gómez, Arturo Zaldívar o Marcelo Ebrard, cuyas fortunas exceden con creces ese ideal.
En realidad, los llamados a la “justa medianía” funcionan aquí como un código: un mecanismo para excluir a quienes han amasado fortunas mediante prácticas ilegales, favores personales o abuso de poder. Es, en esencia, una estrategia para restar poder a los actores oscuros que quieren capturar la herencia de Obrador para convertirla en su patio de juegos.
Es también bajo este contexto que debe leerse la reforma electoral cuya finalidad última, para Sheinbaum, no es concentrar el poder en Morena, ni destruir a la oposición, la cual no necesita ayuda para hacerlo por cuenta propia. Sino impedir que, aprovechando las mismas reglas que en su momento fomentaron el pluralismo, el Morena idealista sea devorado por el Morena menos probo.