PhD (c) Alejandro Mier Uribe. La antesala de la muerte

 

PhD (c) Alejandro Mier Uribe. CEO Target publicidad. Alejandro es doctorando en comunicación digital, maestro en Administración de Negocios, licenciado en publicidad y ha realizado diversos diplomados y talleres de creatividad, Redacción de la lengua española y Creación literaria. Es director de Target Publicidad.

El hobby de Alejandro es escribir. Su columna titulada “Andares” se publica en conocidos periódicos, revistas y medios digitales veracruzanos (México); tiene un récord de más de 169 cuentos publicados que se pueden leer también en andaresblog.com.

Alejandro publicó su primera novela titulada “Faraón, una historia de libertad” en 2014; y en septiembre de 2017 su segunda novela “Andares, la vida es un cuento”.

En el mes de agosto de 2016, en el concurso mundial de lengua hispana “Carpa de sueños” realizado en España, su cuento “Invasión” fue seleccionado como uno de los ganadores para formar parte del libro “A través de las estrellas” así como su cuento “El tesoro de doña Evelia” en el libro “En la oscuridad”. Los libros circulan en España, Francia, Italia, Inglaterra, entre otros países.

Como un homenaje a su trayectoria literaria, en abril de 2019, se creó el vino tinto y blanco “Andares”. Los vinos se presentan con sus obras en diversos foros de la CDMX con la intención de invitar a un maridaje que deleite a los amantes del vino y la literatura. El Círculo Internacional Periodístico, le otorga el reconocimiento Personaje del año 2019 por su trayectoria en comunicación y literaria. Alejandro es un incansable corredor y triatleta… y siempre está al acecho de cazar su próxima novela.

 

LA ANTESALA DE LA MUERTE

 

Andares

 

–¡Pásala, Miguel, ¡ándale! –Me gritó Rogelio que se encontraba cerca de la media cancha–. Corrí con mayor rapidez hacia el balón, pero justo al girar el cuerpo, al hacer un esfuerzo sobre humano por ganarle, al contrario, sentí un puntiagudo dolor en la boca del estómago y caí al césped fulminado.

El dolor era muy intenso y mientras me revolcaba intentando controlarlo, maldecía las cervezas y las dos cajetillas de cigarro de la noche anterior. “Sólo a mí se me ocurre forzar la máquina de esta manera a tres días de cumplir 40 años ¡carajo!”, pensé.

Samuel comenzó a pegarme en el pecho, pero lo único que ocasionó fue que sus voces se escucharan cada vez más lejanas y antes de perder el sentido, alcancé a ver la mueca de abatimiento que se dibujó en el rostro de Eugenio, mi hijo.

–¡Clemente Sánchez Calderón! –Pronunció una mujer por una especie de altavoz; sacándome de mi aturdimiento.

Aunque todavía me presionaba el pecho con ambas manos, mi situación ahora era totalmente diferente; inverosímil, para ser exacto. Al ver a mi alrededor pensé que había muerto, pero no. Me encontraba desnudo de pies a cabeza, formado en una inmensa fila de gente que igual desaparecía delante de mí, que se acrecentaba a mis espaldas.

El lugar era un gran salón, oscuro casi por completo si no fuera por unos focos de luz intensa, dirigidos con gran exactitud hacia los mostradores individuales colocados delante de las filas humanas.

Eran varios módulos atendidos por mujeres vestidas con capa negra y un velo que impedía identificar raza, color o edad. Detrás de ellas, un enorme pizarrón electrónico capturaba la información de cada individuo, en cada caseta.

Al parecer yo no era el único que no entendía nada, porque todos se observaban con miradas desoladas; llorando, miedosos, con rostros de angustia.

Era tal el desconcierto reinante que incluso olvidamos la idea del desnudo. Cuerpos obesos o por lo menos gordos, en su mayoría; algunos flacos, muy pálidos a pesar del predominante color “cafecito” en la piel. Cualquier edad, todas las clases.

–¡Mónica Pulido Santiago! –Llamó de nuevo la mujer del altavoz y su voz llenó el lugar a todo lo ancho y largo de su alto techo.

La mujer pasó a la primera caseta y a pesar de ser parte de esa pequeña minoría de cuerpos esbeltos, musculosos y bien torneados, nadie pareció notarlo, Ella simplemente desfiló, caseta a caseta y sus calificaciones no parecieron ayudarle porque la pizarra marcó: “mal”, “mal”, “mal”, hasta hacerla desaparecer.

Un pequeño completamente mutilado a golpes pasó antes de mi turno. Parecía como si lo hubieran atropellado y aunque a duras penas caminaba, en la tercera caseta, la dama se aproximó a él y tocándole el hombro, le otorgó la salvación.

–¡Miguel Anguiano López! –Gritó la voz anónima.

¡Oh no, es mi turno! Mis pies siguieron el frío mármol hasta toparme con la primera mujer. Escuché que dijo: “alimentación”, y el pizarrón empezó a hacer una complicadísima ecuación combinando vitaminas, proteínas, minerales, grasas; carnes, pescados, legumbres y un sin fin de factores más que arrojaron un número siete de calificación.

Iba a alegar porque según yo llevé siempre una dieta balanceada, pero no había lugar a réplica así que pasé a los siguientes módulos.

 

Alcohol… 528 litros.

Cigarros… 146 mil.

Drogas… Sin consumo.

Y seguían las mediciones en todos los terrenos:

Maldad… Escasa.

Control emocional… equilibrado.

Capacidad de tolerancia… media a alta.

Daño al medio ambiente… Sin registro.

Daño a seres vivos… Menor.

Al ritmo que la lista crecía, los recuerdos galopaban a toda velocidad por mi mente: momentos felices, angustias, pesadillas, carcajadas; el nacimiento de un ser querido, amigos, infancia, muertes cercanas; la fiesta inolvidable, aquella novia jamás olvidada, discusiones vacías, golpes, aciertos, pesares, andares.

Enfermedades… Hígado, pulmón, páncreas, sin mayores alteraciones; corazón débil, paro cardiaco.

Envidia… no reporta signos.

Orgullo… presenta problemas.

Estrés… Medio a medio alto.

Ritmo de vida… Acelerado.

Sentí que mi fin estaba muy cerca, sin embargo, el examen continuó.

Deporte… 9,594 horas.

Cultura… Media.

Madurez… bien.

Moral… dentro de niveles.

Amor recibido… Muy alto.

Amor entregado… Muy alto.

Ayuda al prójimo… Regular.

Bondad… Sin medición plausible.

Comportamiento familiar… Muy bueno.

Comportamiento social… Bueno.

Estudio… 26,400 horas.

Trabajo… 48,500 horas.

Relajamiento… 25,550 horas.

Diversión… 28,800 horas

–¡Siguiente! –Dijo la voz mientras la dama tocaba mi hombro.

 

–¡Hay Miguel! ¡Qué susto nos pegaste! Pensamos que te nos pelabas.

Alzando los brazos hice un ademán para apartar a la gente que me rodeaba, en busca de oxígeno y ahí, frente a mis ojos, me sonreía Eugenio. Me tomó la mano y con sumo cuidado me ayudó a subirme a la camilla. Juntos atravesamos la cancha, en ningún momento lo solté.

–¿Qué pasa papá? Te noto muy extraño. –Comentó.

–Nada, hijo. Por favor llévame a casa. Sólo quiero ir a casa.

 

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