- En los últimos cuatro años la nación andina ha tenido seis presidentes que demuestran distanciamientos, incapacidades administrativas y de gestión
- El Congreso juramentó ayer por la tarde a la abogada y vicepresidenta Dina Boluarte como la primera mujer al frente del poder ejecutivo de aquel país
Dr. Erick Fernández Saldaña
Mientras los reflectores mediáticos internacionales se concentraban en la resolución judicial que condenaba a la actual vicepresidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner, a cumplir aparentemente una pena de prisión de seis años por delitos vinculados a la corrupción como otro capítulo de la interminable historia de venganzas y revanchas en la vida política de aquel país. Pocos ojos alcanzaron a registrar el desarrollo de diversos acontecimientos vertiginosos en el Perú que en términos de un cuento breve se resumen en: amanecimos con presidente y Congreso, después el presidente disuelve el Congreso, después el Congreso desconoce al presidente a quien lo arrestan y después nombran a una nueva presidenta y sin que haya concluido el relato.
La estructura narrativa no es tan simple para comprender lo que pasa en Perú, donde la presidencia de la República ha tenido seis titulares en los últimos cuatro años. Si. Desde 2018 con la renuncia de Pedro Pablo Kuczynski, relevado por su vicepresidente Martín Vizcarra y después destituido por el Congreso en 2020 y seguido por el congresista Manuel Merino, quien renunció cinco días después de asumir el cargo y finalmente Fernando Sagasti se quedó al frente del gobierno hasta la llegada por vía de las urnas de Pedro Castillo, quien finalmente fue destituido por el Congreso que juramentó ayer por la tarde a la abogada y vicepresidenta Dina Boluarte como la primera mujer al frente del poder ejecutivo de aquel país.
Seis presidencias en tan poco tiempo que demuestran distanciamientos, incapacidades administrativas y de gestión, desconocimiento de las alianzas básicas para tomar decisiones. (Dirían los clásicos: si vas a decretar un estado de excepción todo mundo asumiría que Pedro Castillo tenía el apoyo de las fuerzas armadas para disolver el Congreso, cosa que no sucedió) la falta del mínimo de acuerdos para gobernar que hace pensar que el péndulo político está en que el o la presidente en funciones puede anular al Congreso y éste utilizar la figura de la vacancia al no conceder autoridad moral para gobernar al ejecutivo y nombrar a un sustituto.
Ayer se esperaba una jornada larga en el Congreso que llevaría a pedir la salida de Castillo, pero el entonces presidente se adelantó a disolver a este poder estatal. Sin embargo, los cálculos no resultaron a su favor, simplemente la maquinaria de relevo trabajó a toda velocidad para que a primeras horas de la tarde ya estuviera rindiendo protesta Dina Boularte, y pidiendo tiempo para el diálogo entre las fuerzas políticas. Un deseo que se puede quedar en el baúl de las buenas intenciones porque en el componente de las bancadas parlamentarias no han sido generadores de encuentros precisamente, sino cajas de resonancia de revanchas y enconos que han mantenido la crisis política como constante en la vida cotidiana del Perú.
Sin la voluntad real de los actores por llegar a un acuerdo mínimo sobre el futuro del país, será muy difícil anticipar que el cambio en el ejecutivo sea la solución simple. Sin embargo, en estos momentos aparecen voces casi mesiánicas que se atribuyen la posibilidad del cambio y que no son más que reminiscencias del pasado fujimorista proyectados en la herencia familiar que se ha mantenido latente esperando un momento para regresar a la escena central, creyendo que el pueblo es el gran espectador de este proceso cuando debe ser el verdadero actor central hoy ausente en este momento de definiciones en Perú y en todo el continente.