- El Dr. Alberto Soto reflexiona sobre el ideario detrás de monumentos, efigies y estatuas
Por: Dr. Alberto Soto Cortés
Occidente ha tenido una historia convulsa. Los estados se han construido con sangre y miseria, pero también con reconciliación y tolerancia, a partir de resiliencia, ideas y resistencia desde la trinchera civil. Detrás de la historia de Francia, Guatemala, Estados Unidos, Colombia, Congo o México, por mencionar algunas naciones, existe un cúmulo de crímenes cometidos en nombre de la ‘nación’, del ‘pueblo’, de ‘la libertad’. Se honra, en las fiestas patrias, a seres míticos desprovistos de humanidad, incluso se construyen libretos que se siguen, como historia sagrada, al pie de la letra. No hay espacio para nuevas heroínas y héroes de carne y hueso, como tampoco tolerancia a las miradas que en el pasado se aceptaron como válidas.
Cualquier grupo en el poder articula estrategias que se repiten, una y otra vez. Uno de los temores más grandes de los gobernantes en el antiguo Egipto fue caer en la intrascendencia, en el olvido y el repudio de quienes formaban parte de las élites, ya sea locales y aliadas, pero también se tenía conciencia y especial cuidado del odio de las masas populares. Fue usual la construcción de gestos simbólicos, de monumentos a dioses y de obras que, por la misma razón, hoy denominamos ‘faraónicas’. Además, diversos gobernantes de aquella lejanía histórica no tuvieron empacho en adjudicarse obras que habían sido propuestas y realizadas en tiempos de sus antecesores, removiendo inscripciones y sustituyendo a éstas por otras que les brindaban todo el mérito.
En torno al Mediterráneo, se construyeron muchas de estas historias de influencia social a través de monumentos. El culto al héroe y al notable se tradujo constantemente en esculturas que, mientras más grandes e imponentes, brindaban un referente de los valores locales, generalmente con un fuerte contenido político. Se hizo casi una norma, que la vulneración de los símbolos públicos, esculturas, edificios y otros monumentos, constituían una afrenta hacia ciertos sectores de una población, es decir, se ampliaba el margen de segregación entre quienes defendían ciertos ideales e imaginarios y aquellos que deseaban dar espacio a la materialización de valores nuevos. La iconoclastia, el saqueo, la destrucción y otras acciones en contra de los patrimonios públicos, han sido una estrategia de humillación primaria, un escarmiento que contribuye a la polarización. Así lo comprendieron los griegos, los romanos, los godos, los mexicas, los nazis y el mismo Estado Islámico.
Desde hace siglos, es el poder y no la sociedad civil (las personas comunes) quién determina qué es lo que vale la pena ser visto y representado. Diversas comunidades se han organizado para solicitar que ciertas expresiones de sus ideales se materialicen, pero siempre es el poder el que se abroga la facultad de sancionar lo que se ve y se escucha, e incluso este último es el que determina el uso de dinero público para el patrocinio de sus ideales e imaginarios.
Hace más de un siglo, el grupo político que ocupaba la Presidencia de la República, determinó invertir en un programa urbano que incluía configurar referentes arquitectónicos y escultóricos para escribir, a través de su simbolismo, una historia que aportaba al poder, que lo legitimaba y presentaba una cara “’original’ hacia el exterior. Se patrocinó también una serie de narraciones que, bajo la autentificación de la ‘ciencia histórica’ positivista, culminaron en monumentos erigidos con cimientos de cantera y remates antropomorfos de bronce. La factura se pasó al erario nacional, y se buscó que dichas evidencias de la nueva historia estuvieran preferiblemente visibles a las personas ‘de razón’, es decir, no se consideró importante replicar esto en cada rincón del país, pues el público más importante era el mismo jefe del Ejecutivo y sus allegados.
Uno de estos monumentos fue el dedicado a Cristóbal Colón, eje de las ideas que buscaban reconciliar la idea de hispanidad, de unión cultural con Europa, de civilización construida desde la barbarie. Aunque en ese momento existían intelectuales acuciosos que, revisando las fuentes de la historia, encontraban mejores ejemplos a representar, la intención política de establecer una alianza de gran aliento con distintas naciones y grupos de poder, llevaron a la determinación de fundir en bronce una escultura de Colón.
El hispanismo inseparable al ser latinoamericano, llevó a considerar a Cristóbal Colón como un ser imprescindible en toda explicación sobre el origen de nuestra buscada y añorada identidad común. En la época de los libros de texto, los resúmenes que ahí se presentan han sido empresas titánicas de síntesis y simplificación que culminaron con la idea de ‘raza’, es decir, de la convicción de que América Latina (México, en nuestro caso) no es explicable sin Europa, sin la fortuita llegada del almirante de la mar océano don Cristóbal Colón.
Desde hace algunas décadas, el Estado permitió que sus fracasos en materia de reparación del daño, a enormes contingentes de población, se concretaran en manifestaciones en contra de símbolos. Si a alguien habría que reclamar en torno a la pobreza y miseria, según la lógica oficial, era a la ocupación injusta de territorios, a la imposición de doctrinas, a la articulación de instituciones desde las cuales se enunciaban y, promovían, las muestras de odio. En lugar de reclamarle a ciertas instancias el fracaso en la política agrícola se invitaba, año con año, al circo del derribo de la estatua de Colón; este personaje, fue visto como uno de los culpables de que los créditos y recursos al campo no llegaran, de la represión a los pueblos originarios y de que las aportaciones oficiales tuvieran que ser fraccionadas entre líderes y agentes políticos.
Quitar una escultura, patrimonio público, para moverla a otro sitio, sin invitar a un debate en torno a su pertinencia, es un acto de autoridad alevoso, que no hace sino enmascarar los fracasos en materia de bienestar y genera una cortina de humo en torno a un mito implantado por los gobiernos postrevolucionarios. La culpa de las inequidades actuales no es de Colón, pues éste debe de responder (en el juicio de la historia) por sus propios crímenes y abusos. Quitar el mobiliario público para satisfacer las miradas poco informadas y sesgadas debe de ser meditado por los gobernantes, que generalmente caen adormecidos por los cascabeles de asesores y allegados.
No existe ningún problema en enaltecer las ideas de las generaciones que hoy confluimos: equidad, igualdad, democracia, rendición de cuentas, transparencia, respeto a la diferencia, apoyo a los más desprotegidos, etcétera. Bienvenidas miles de estatuas de personas reales, no fantasías alegóricas que mañana serán desbancadas, enviadas a ‘restauración’ y posteriormente desaparecidas. Nuestro país no merece más culto a héroes de papel, no se justifican gastos en ornamentación urbana que no tengan una razón fundada, pues es mejor invertir en salvaguardar a los peatones, a los ciclistas o a prevenir accidentes en los miles de registros que carecen de una tapa. Lo anterior no requiere destruir lo ya establecido, al contrario, pero sí resulta importante invertir en artistas que, en todos los rincones del país, materialicen sentires, saberes, reclamos, emociones.
Hay que preocuparse, desde el poder, de lo importante, desdeñar a quienes intentan adular y proponen alternativas de hace cinco mil a tres mil años. Nadie será bien recordado o respetado por usar el presupuesto en desbancar efigies, por lo contrario, será cuestionado por aquello que no remueve y por aquello que intenta imponer.
En los últimos años hemos sido testigos de grupos extremistas y de Estados que destruyen o desactivan los patrimonios como una bandera o mensaje. ¿Qué hay dentro de sus imaginarios que les hace reaccionar de tal manera? ¿Qué tanto les dice el pasado y les recrimina, que desean borrarlo u ocultarlo del transeúnte? ¿Por qué no pueden comprender que las acciones del presente son el único legado que les legitima?
Si el poder no muestra madurez y enseña una vía de diálogo y de transformación social, en pocos años sus faraónicas muestras de poder serán derribadas: no sólo la Estela de Luz y las estatuas de políticos que abundan por todo el país, también las miles de glorietas ‘artísticas’ patrocinadas con los recursos de la nación. El arte nos debe de proteger del abuso y la opresión, no contribuir a simulaciones y adoctrinamientos.