Martha Elba Castelán Cuspinera. La mirada del colibrí VII

 

Martha Elba Castelán Cuspinera. Desde el Taller de Escritura Creativa Miró, dirigido por Miguel Barroso Hernández, en Veracruz; Martha Elba Castelán Cuspinera escribe fragmentos de una historia que, por instantes, la toca muy de cerca. De manera sencilla, pero certera, habla del amor, de la familia y de tristezas que a la larga se transforman en felicidad.

Con la pasión de quienes, a través de la literatura, abrazan al mundo; Martha nos invita a reflexionar. El crecimiento de esas mujeres que han tomado las riendas de su vida, está presente en cada uno de sus textos.

 

La mirada del colibrí VII

 

Lo que no funcionó con Gabriel, tampoco se materializó con mi primer novio oficial (cuyo nombre, prefiero no recordar). Terminé casada con Oscar que me prometió el mundo y tuvimos un hijo: Juan Pablo.

La paz y la alegría nos abrazaban en San Luis Potosí: lugar al que nos mudamos para evitar que nuestros padres tomaran las riendas del matrimonio. Platicábamos mucho. Discutíamos poco. Nuestra prioridad era ver crecer a nuestro niño sano y feliz.

Aún tengo en mi cabeza la seria conversación que tuve con él, cuando venía en camino su hermanita. Me encantó que asumiera las nuevas responsabilidades como todo un hombrecito:

-Ven acá chamaco de mi vida. Te tenemos una noticia…

-¿Es una sorpresa?-preguntó Juan Pablo.

-Algo así…

-¿Un regalito?

-Más o menos…

-¡Ya sé! ¡Un carrito! –exclamó emocionado– Adiviné, ¿verdad?

-¿Te gustaría tener un hermanito? Jugarás con él, le platicarás, cantarás, le darás su biberón –sus ojitos se iban iluminando–. ¿Te gusta la idea?

-Pallísimo jugay con los cayitos –decías con tu falla al hablar.

Te abracé, besé y reímos juntos.

Conforme crecía mi panza, no podías explicarte cómo cabía un bebé dentro y formulabas mil preguntas. Observabas a papi hablar con el vientre cuando se movía y tú hacías lo mismo. A veces, traías tus carritos y los deslizabas, jugando en aquella montaña de amor.

Caminábamos de la mano y en el parque, cuando descubrías familias grandes, les presumías que tú también tendrías un hermanito y lo enseñarías a jugar.

Las pequeñas cosas parecían gigantes. Recuerdo aquel día en que los Reyes Magos trajeron una bolsa enorme llena de dulces, con todo tipo de golosinas, para nuestro pequeño. Era tan grande que, Juan Pablo, no la podía ni arrastrar…

Así, aunque económicamente no lo tuvimos tan fácil y la vida costara -como el sudor a aquellos mineros que dejaban la piel buscando oro en San Luis Potosí-, atesoro esos buenos momentos en la bella ciudad surrealista que nos acercó a acariciar la felicidad.

CONTINUARÁ