María de los Ángeles González Ruiz. Estudió Licenciatura en Derecho en la UCC (Universidad Cristóbal Colón), en Veracruz. Ha tomado diferentes cursos y diplomados de Historia de México e Historia Universal. También ha participado en clubes y círculos de lectura.
Desde pequeña disfruta el deporte, en especial la carrera y las actividades acuáticas. Obtuvo certificaciones en Buceo Avanzado por parte de FMAS (Federación Mexicana de Actividades Subacuáticas), PADI (Professional Association of Diving Instructors) y SSI (Scuba Schools International). La Generalitat de Cataluña le otorgó el título de Patrón de Embarcaciones de Recreo. Además, tomó un curso de Introducción a la Arqueología Submarina por NAS (Nautical Archaeology Society ¬— México).
Actualmente se adentra al mundo de la literatura en el Taller de Escritura Creativa Miró, dirigido por el maestro Miguel Barroso Hernández.
La lotería
La Lotería de Navidad es esperada por millones de españoles y aquel año el Gordo aportaba 400,000 euros a cada décimo ganador.
A las 12 en punto, del día 22 de diciembre, Ana se instaló frente al televisor a esperar el sorteo. De reojo, observaba a su madre postrada. ¡Había sido un año extremadamente complicado! Tuvo que dejar el trabajo, para atender a la mamá inválida; le subieron el alquiler del modesto piso que rentaba y la pensión, que heredara del padre, apenas rendía porque los artículos de primera necesidad aumentaban de precio cada día. Nada fácil para una solterona de mediana edad… ¡Se sentía desesperada! Anhelaba (y necesitaba) ganar, aunque fuera, un premio menor del esperado sorteo y, con eso, solucionar temporalmente sus problemas económicos.
Estaba rezándole a San Pancracio cuando anunciaron al ganador y, al escucharlo, quedó momentáneamente petrificada. ¡No lo podía creer! Conocía de memoria el número de su billete: 48720.
—¡El Gordo! —gritó, saltando del sillón— ¡Me saqué el gordo! ¡Me saqué el gordo!
Parecía poseída por el verdadero espíritu de la navidad. Daba vueltas, sobre su eje: feliz. Los pensamientos, también, empezaron a girarle como rehilete: “Pagaré las deudas. Compraré una casa. Tendré enfermeras profesionales, para mi mamá. No trabajaré más. Voy a invertir en propiedades para rentar…” Y, de repente, le vino un flashazo de lucidez: Rocío.
Rocío era su mejor amiga desde la infancia y, a diferencia de Ana, se casó muy joven con Marco quien ya estaba enfilado a consagrarse como alto ejecutivo bancario. Formaron una linda familia y uno de sus tres hijos ya los había convertido en abuelos. Vivían desahogadamente, con salud y sin presumir de ostentosos.
Rocío leía una novela, en el salón de su casa, cuando sonó el teléfono y vio que era Ana. Por la hora, sintió que escucharía alguna mala noticia. Pronto, sin embargo, los ojos se le pusieron como plato. ¡Qué increíble! Apenas entendía lo que su amiga le explicaba, entre tanta excitación, porque ella solo compraba boletos para sorteos en apoyo a alguna obra benéfica. No creía en los juegos de azar, pero lo que sí tenía claro era que a Ana le estaba sonriendo la suerte y ¿a ella también?
Días antes, se habían reunido a tomar café y, mientras Ana le contaba angustiada sus problemas, las abordó una vendedora de la famosa Lotería de Navidad:
—Que el Gordo te sonría y te llene de alegría —dijo la señora, colocando sobre la mesa los billetes y series disponibles.
Ana revisó los números y apartó el 48720. Sacó su cartera y, a punto de comprarlo, la invadió el sentimiento de culpa e irresponsabilidad.
—¡Lo siento, ahora no puedo! —murmuró. La vendedora dio la vuelta dispuesta a marcharse, pero Rocío la detuvo:
—¡Espera! Yo quiero dos billetes de ese mismo número.
—¡Mucha suerte! —dijo la vendedora al entregarlos. Rocío los separó y, sonriendo, le dio uno a su amiga.
Elena llevaba más de 10 años vendiendo boletos de los principales sorteos en España: la Bonoloto, la Quiniela, la Primitiva, la Nacional y, por supuesto, la de Navidad. Ganaba un pequeño porcentaje por billetes vendidos y, aunque por los premiados no recibía ingreso económico extra, se sentía super afortunada y orgullosa cada vez que uno de sus números salía ganador.
—Soy proveedora de mucha felicidad —decía a sus hijos.
Cuando quedó viuda le ofrecieron trabajo como vendedora ambulante de lotería y cual buena andariega, de carácter amigable, le quedó como anillo al dedo. Disfrutaba mucho platicar con las personas y muy pocas se negaban a hacerle la compra.
Salía muy temprano y recorría restaurantes, terrazas, bares y parques ofreciendo su “valiosa mercancía”. Tenía la virtud de recordar a los clientes de tal forma que, cuando caía premiado alguno de sus números, le venía a la mente la cara de la persona afortunada.
Aquel 22 de diciembre, al escuchar el número 48720 en el televisor, entre otros rostros que aparecieron en su cabeza, identificó a las dos mujeres de la terraza de El Portal. Revivió ese momento en el que la mirada triste de una de ellas desapareció, al recibir el regalo de su amiga.
Días después, Ana y Rocío —una jubilosa y la otra aún incrédula— reían y brindaban en el Café El Portal, cuando vieron a Elena y corrieron a abrazarla.
—¡Vamos a nuestra mesa! —le dijo Ana a la vendedora—. Tú también tienes mucho que celebrar —aseguró y puso en sus manos el paquete con dinero que ella y Elena habían acordado regalarle.