Recordemos como en el año 2000, predicciones catastrofistas de inicio de milenio aparte, esperábamos no repetir los horrores del siglo XX. Con el 11 de septiembre de 2001, muchas esperanzas se desplomaron junto con las torres gemelas, tragedia acrecentada por las invasiones de Afganistán e Irak, a las que se ha sumado nueva destrucción de países y vidas por incursiones externas y conflictos internos, una pandemia que aún no cesa y, en 2022, la pesadilla imperial rusa en Ucrania. Restar a la paz y sumar a la violencia y al sufrimiento parece a ratos el sino del nuevo siglo en el ámbito internacional, prueba de que las potencias no han aprendido de la historia ni mesura ni prudencia.
Lo que respecta a México, desde el año 2000 las esperanzas de lograr una convivencia armónica y un gobierno confiable han transitado el tobogán de la “transición democrática”, la mal planeada guerra “contra el narco”, el remake del viejo-nuevo PRI y el cohete apagado de un gobierno que despertó grandes expectativas y ha resultado, si no un fiasco total, una fuente de desencanto para muchos. En poco más de 20 años, el aerostato de las esperanzas democráticas, pese al constante trabajo ciudadano desde los años 90, ha ido perdiendo altura.
Decepciones pasadas no marcan sin embargo una ruta fatal. Si la vida puede leerse como novela, la acción puede llevarnos por nuevos hilos y desafíos. Aun cuando la imagen de la historia como montón de ruinas sugiera un tiempo paralizado entre pasado y futuro, la imaginación puede abrir intersticios hacia un paisaje menos hostil.
Ante un año que desde que ha iniciado ya presenta riesgos y dificultades en el ámbito político nacional, así como en los locales, preguntarnos qué nos sobra y qué nos falta para preservar la democracia, encaminarnos a una convivencia menos espinosa y alcanzar una sociedad más justa puede ser un punto de partida para enunciar deseos y propósitos sin caer en el catastrofismo ni en la ilusión desaforada.
Nos sobra violencia, discriminación y exclusión. Urge frenar la acumulación de desapariciones, asesinatos dolosos y feminicidios, que rebasan ya números alucinantes: 109,000, 32,000, 3,200; disminuir las cifras de familias en pobreza y pobreza extrema; reducir la impunidad que facilita el creciente asesinato de periodistas y defensores/as y deja a la intemperie a las víctimas de violencia sexual y vicaria mientras llena las cárceles de presuntos culpables que van sumando años sin sentencia y que se quedan ahí. Necesitamos menos demagogia, menos mentiras, menos discursos estigmatizantes, peligrosos y polarizantes, menos corruptelas, omisiones y complicidades, de gobernantes y funcionarios/as y de quienes en la sociedad prefieren seguir en el juego del poder y del dinero.
Nos falta, en cambio, paz; no la paz de los sepulcros, ni la falsa paz de la resignación y el miedo. Una paz que no implique sólo ausencia de guerra sino voluntad de construcción conjunta, búsqueda de armonía. Urge unir desde la diversidad voces por la igualdad, sumar acciones y prácticas contra la discriminación y la arbitrariedad, dejar de contribuir a la carga de estereotipos degradantes de género, etnia y clase que (con o sin discurso polarizante desde el poder) contribuyen a mantener un statu quo injusto, ya intolerable.
No basta con la crítica continua al discurso oficial. Señalar errores ajenos sin autocrítica puede resultar estéril. Sumar a una (auto)crítica constructiva propuestas, programas, ideas es hoy tarea urgente de la “oposición” (si quiere ser gobierno), de instituciones, empresas, organizaciones y personas, si queremos desafiar con éxito los peligros del autoritarismo desbocado, la ilegalidad institucionalizada, la pobreza deshumanizante, el machismo asesino, la violencia criminal, la violencia institucional, el pozo negro de la impunidad. Optemos por prevenir, no lamentar; escuchar, no suponer; dialogar, no descalificar.
Por un 2023 con menos fantasía y más determinación, menos fatalismo y más confianza en la acción ciudadana.