Van por la calle como autómatas dominados por un celular y un perro
Javier Gutiérrez
La escena es cada vez más común: va el hombre o mujer por la calle. Un celular en la mano, la correa del perro en la otra. Un ojo fijo al teléfono, el otro al can. La cabeza inclinada, ensimismado. Qué digo ensimismado, hipnotizado.
Pasa junto un pariente, amigo o vecino. El sujeto no se distrae. Para nada ve al que pasa al lado, a unos centímetros. El otro ser no le importa. El ciento por ciento de su atención e interés está en el adminículo manual y en la cuerda. Esto se ve en la calle, en un prado, en un bulevar, en cualquier acera.
No siquiera contesta el saludo del que pasa cerca. Nadie existe para él, más que el aparatito y el perro. Camina o se para como un autómata. Esta escena se ve por doquier, así van jóvenes o adultos.
Obsérvelo usted. Es preocupante. Ni siquiera el hábito más elemental y cotidiano, el saludo, tienen estas personas. La seducción que ejercen mascotas y celulares le quita al ser humano de hoy esa atención o ritual que debiera caracterizar a cualquier habitante que se diga parte del género humano.
Un poco de lo humano se pierde con este comportamiento generalizado en la ciudad.
Me parece que todo tiene su lugar y su momento. Pero el otro, el que pasa junto y te saluda, con la voz o con un ademán, merece la mínima atención respetuosa.
Ser atento, cordial, cuidadoso de esa clase de atención que no cuesta nada, es lo mínimo que debiera tener toda persona. Pero es triste, lamentable, que ni siquiera esa sana, cálida y primaria tradición social se cultive.
No exagero. Así se ven paseantes callejeros por doquier. Como parte de un paisaje sin alma, como naturaleza muerta. Como criaturas silvestres que sólo viven para adentro, para sí.
Así va un padre o una madre. Y el hijo ve esto y en automático lo imita. Repite el patrón y así se van formando (¿deformando?) las personas.
Es en relación con esto que reflexionaba con mucha razón el expresidente uruguayo José Mujica en una de sus disertaciones frente a jóvenes universitarios.
Decía él y con toda razón:
“No le pidamos al docente que arregle los agujeros que hay en el hogar. En la casa se aprende a: saludar, dar las gracias, ser limpio, ser honesto, ser puntual, ser correcto, hablar bien, no decir groserías, respetar a los semejantes y a los no tan semejantes, ser solidario, comer con la boca cerrada, no robar, no mentir, cuidar la propiedad y la propiedad ajena, ser organizado.
“En la escuela se aprende: matemáticas, lenguaje, ciencias, estudios sociales, inglés, geometría, y se refuerzan los valores que los padres y madres han inculcado en sus hijos…
“En conclusión, si el maestro falla es retirado de la escuela, pero si un padre falla, ese error marcará a su hijo toda la vida.”
Es una sencilla gran verdad. Todos esos hábitos que te distinguen del resto de los animales, no son parte de una materia que tengas que tomar en una universidad.
Cierto, no son parte de una licenciatura, maestría o doctorado, pero son algo que está por encima de toda formación académica. Son eso que te identifica como humano, el traje con el que vistes a tus hijos todos los días y que no te cuesta un centavo.
No son requisitos que te exijan en cualquier escuela. Sin ellos, es verdad, aún sin ellos te puedes graduar en cualquier centro de enseñanza superior; pero son algo más, algo superior a eso: son lo que te certifica como ser humano.
Y fatalmente… se están perdiendo.
Quizá la prisa, el tráfago de la vida cotidiana, es una excusa artificial y falsa para explicar este abandono de rasgos mínimamente humano en las personas de hoy.
Pero vendrán después, al tiempo, momentos en que quien sí lleve ese vestuario, el ropaje de la urbanidad, sea precisamente por ello quien resulte contratado para un empleo, elevado de rango en una función o cargo, distinguido en el trato por los demás.
Serán, precisamente estos distintivos, los que le den investidura de calidez para tratar a los padres, a los hijos, a los mayores.
Serán justamente esos hábitos, los que añore recibir un hombre mayor de sus hijos. Serán, esos pequeños gestos, tratos o caricias verbales, los que espere recibir el hombre en la soledad de la vida, cuando los años pasan y se acumulen.
Eso que hoy cualquiera puede y debe sembrar, pueden ser justamente los frutos que mañana cualquiera desearía cosechar, cuando los años pasen…