Jesús Garrido. Semiramis Puerto Mariel

 

Jesús Garrido. (Veracruz, México/1963). Licenciado en Administración de Empresas. Escritor. Catedrático y Coordinador Académico y de Difusión Cultural en la Universidad Antonio Caso. Miembro de la Comisión de Planeación del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico de Veracruz. CONACULTA/IVEC.

 

SEMIRAMIS

PUERTO MARIEL

 

Ella lo sabe, a estas alturas de su historia yo soy el huérfano, el advenedizo, el refugiado, el placer expiatorio de sus aguas termales, el cómplice inconfeso de sus delitos púbicos. He sido entre sus muslos tantas veces extranjero, que soy un hombre feliz de vivir tal desarraigo. Ella, por alguna extraña suerte no exenta de guerrillas ni de asaltos imprevistos, vienen a ser el puerto, la otra orilla, la furia y la ternura de una rebelión no sofocada. Porque el amor, ella también lo sabe, ejerce el peor de los gobiernos; bajo su régimen, todo se idealiza y planifica según el vaivén de su fervor utópico.

Por eso también soy el que se marcha, el que se resta, el balserito que desde hace algún tiempo vive en oposición a sí mismo, sin saber cómo ha llegado a estas instancias, a este estado de sitio que hace de la disidencia un modus vivendi.

Aquellos que han pasado circunstancias parecidas, comprenden mejor que nadie la dialéctica del abandono, la tristeza casi ilegal de quien encoge los hombros y dice “adelante, ¿qué más da cruzar o la frontera si nunca dejaré de ser quien soy: mi propio desencanto?”

Porque la necesidad de poner distancia entre el dolor y la memoria es invencible. El emigrante se abandona a esa idea sin darse cuenta de que los días imponen censura al pensamiento.

Ese precisamente es mi problema, no poder soportar la intolerancia del tiempo. Peor aún es que ella sabe leer entre líneas y su corazón es un hervidero de denuncias y evidencias.

Pero no, yo no he usurpado otro cuerpo que no sea el suyo. Digamos que en la praxis he sido partidario de la dictadura, a pesar de las crisis quinquenales y de la imposible ideología que emana de su sexo. El amor es el peor de los gobiernos.

 

Yo soy el que se marcha, el que se resta. Ella permanece del otro lado de la noche, afanada en la construcción de otro puerto   más real que cualquier dogma o plano amoroso, supervisando minuciosamente cada detalle: la elevación de los muelles al pie de su vientre, los andenes altos, las bodegas circulares, el espasmo preciso donde la piel se descarga.

 

A veces contemplo por casualidad el horizonte mutuo y me sorprendo a mí mismo escribiendo cartas que nunca enviaré. No sé si ella, al leerlas, pueda comprender que éstas no son un reclamo sino una convicción amorosa.