Jesús Garrido. (Veracruz, México/1963). Licenciado en Administración de Empresas. Escritor. Catedrático y Coordinador Académico y de Difusión Cultural en la Universidad Antonio Caso. Miembro de la Comisión de Planeación del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico de Veracruz. CONACULTA/IVEC.
SEMIRAMIS
EL LORO
La vieja compró la jaula en la tienda instalada en la planta baja del edificio, un local que vendía toda clase de artículos de alambre y fierro: alacenas, archiveros, estantes, balancines, porta garrafones y jaulas de una gran variedad de tamaños para cualquier tipo de ave.
La vieja era fornida, pero conservaba, a pesar de los años, un gesto gentil y coqueto con el que solía enamorar a los viejos pensionados que vivían en la cuadra. Blanca y solitaria, solía sentarse las tardes de fin semana a tomar el fresco en el balcón de su apartamento; desde ahí podía echar una mirada a la calle al mismo tiempo que, desviando su vista hasta la sala, seguir las incidencias del juego de pelota que, religiosamente, daban todos los sábados y domingos en los canales de televisión abierta. A la vieja le gustaba el futbol y allí, junto a su mecedora, había instalado la jaula sobre una gran mesa de tres patas: Era una jaula enorme para la ejercitación de su loro, con cúpula de alambre y un sinfín de trapecios que le hacía recordar aquel cuento donde Baltasar, un pobre genio de Macondo, construye la jaula más bella del mundo que nadie en aquel pueblo venido a menos le puede comprar. El loro era un regalo de su hijo, desaparecido hace ya muchos años en las reyertas entre bandas rivales que sacudieron el puerto en la primera década del siglo. De cuando en cuando, como todo un veterano comentarista deportivo, aquel charlatán emplumado repetía con voz selvática alguna impertinencia sabia que coincidía con las incidencias del futbol. Jaula y loro eran el orgullo de la vieja.
El día que falleció, la vieja estaba sentada en el balcón, como cualquier otra tarde de sábado, mirando un partido insulso, de esos que dan ganas de saltar a la cancha y azuzar a los protagonistas para que desquiten el boleto pagado en el estadio o la electricidad consumida en casa. Murió de vieja, plácidamente, adormilada por el insulso tiki taka que la posesión del balón proponía; el loro, como siempre, gritaba ocasionalmente sin entender una palabra del juego o de la muerte; la frase salida desde la base de su tráquea no extrañó a ninguno de los pensionados que a esa hora salían a hacer las compras en el supermercado de enfrente al edificio donde vivían la vieja y su loro: “No era penal, no era penal”