Jesús Garrido. (Veracruz, México/1963). Licenciado en Administración de Empresas. Escritor. Catedrático y Coordinador Académico y de Difusión Cultural en la Universidad Antonio Caso. Miembro de la Comisión de Planeación del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico de Veracruz. CONACULTA/IVEC.
SEMIRAMIS
Decidió crear un jardín sobre el ancho barandal de la terraza: un ejército de macetones de plástico y barro, tiestos obsesivos y jardineras dispuestas en zigurat, para enmarcar la luz y aromatizar el fuego de mediodía o la brisa salitrosa que carcome paredes y devora las ansias de una huida nocturna.
Las plantas, en especial las flores, ejercen sobre ella un efecto tan parecido al hipnotismo, que podría sentarse horas en la contemplación de los tallos, sépalos y corolas; del azar selectivo de sus pétalos, siempre dispuestos; del “himen” que circunda y sella los estigmas. ¡Ah! Si no lo considerara ridículo, ella misma escribiría una metáfora o, mejor aún, todo un tratado científico acerca del placer del gineceo: un Eroticum Plantarum, parafraseando a Linneo, y ya se sabe que éste tuvo muchos detractores.
En su casa natal, que no visita desde hace varios años, hay un huerto y un jardín que se extienden hasta las faldas de un cerro; más allá, una cañada en cuyo fondo puede accederse a una cueva con pinturas rupestres: – Tú sabes, -me dijo- escenas de caza, persecución y muerte de algún venado o armadillo (ya ves que nunca he podido distinguirlos, esos indígenas dibujaban muy a lo Picasso -, además de los irreverentes grafitis que algún excursionista solitario, o su tribu completa, había escrito con el marcador más primitivo, endémico e indeleble: Tú y yo, o Nadie estuvo aquí.
Cuando llegó al puerto vivió en varias pensiones para estudiantes y gente soltera, casonas tristes y mal ventiladas donde el calor y la humedad se hacinaban entre las carnes de los huéspedes, sitiando, royendo, pulverizando cartílagos y huesos. Sobra decir que tales establecimientos no contaban siquiera con patios, terrazas o pajareras, pero lo compensaba el amor que, de cuando en cuando, clandestino y torpe, tomaba por asalto ciertas habitaciones.
El departamento que ahora habita tampoco cuenta con espacio terrestre para pensar en jardines, pero sus balcones ofrecen ciertas posibilidades. Pequeñas plantas colgantes, macetas con cactus y sábilas, amén de las imprescindibles herbáceas lisonjeras, empiezan a aparecer y se suspenden en el aire como terrazas edénicas, torres de babel en clorofila y a la inversa, cuerpos que se desmayan hacia la acera, como queriendo tocar las ramas espinosas de la buganvilia que, en un alarde por llevar la contra al asfalto y al concreto hidráulico, crece incircuncisa a la entrada del edificio.
-Estoy contenta, – me escribe- aunque tú no estás aquí el salitre insiste en traerme tu recuerdo. Por eso he sembrado plantas resistentes a la costa: agaves y aloes, y me arriesgo con flores que, en apariencia débiles, están demostrando desafiar el viento y las arenas: mis rosas rojas, tus flores azules-.
Y sé que así es, seguramente. Semiramis es, ella misma, una flor fuerte. No me espera, sabe que no hay remedio. Por eso vive con quien vive y es feliz con sus afectos y amoríos.
Yo también camino enraizado con un nomeolvides en el pecho.