Jair Stefan Hernández Navarro. Seudónimo. J.S. Navarro.
(Veracruz, Ver., /México/1992). Desde el kínder aprendió a Leer, sumar y restar. A los 5 años leyó su primer libro, el cual trataba sobre dinosaurios, siendo este su primer acercamiento a la lectura. Su ideal, desde que ha tenido uso de la razón, ha sido alcanzar la inmortalidad, y había planeado alcanzar este objetivo estudiando una ingeniería, entrando al Tecnológico de Veracruz para cursar la ingeniería en Mecatrónica. A media carrera nació en el la idea de escribir un libro, idea que no le permitió seguir con sus estudios, abandonando la escuela para dedicarse de lleno a su nuevo objetivo. Sustituyendo su miedo con certeza, apostó todo por su sueño. Escribió el libro: Guardianes Elementales Ojos Carmesí (2013), y buscó, por medio de redes sociales, dar a conocer su historia. Tuvo tan buen recibimiento que rápidamente se hizo de cientos de miles de lectores, llegando a una editorial interesada en publicarlo. En el 2016 firmó el contrato que llevaría su libro a la luz. La editorial: Yo Publico, fue la encargada de lanzar la novela, y ese mismo año creó su seudónimo: J.S. Navarro. Las buenas ventas y excelentes críticas llevaron, en el 2021, a que el libro llegara a más países. Hoy en día la novela se encuentra en todo el continente americano, y ha llegado a unos países de Europa. Los cientos de miles de lectores con los que hoy cuenta, esperan ansiosos el segundo libro de la saga, próximo a publicarse.
Guardianes Elementales Ojos Carmesí
Capítulo 1
Descenso
Caía por un abismo sin fin, la oscuridad me rodeaba. Mi descenso era tan veloz y violento que perdí el conocimiento. Al recuperar la conciencia, estaba frente a una inmensa puerta de piedra, apenas iluminada por unas antorchas a cada lado que emitían una llamarada azul. Di unos pasos hacia atrás, temeroso, sin comprender cómo había llegado a este lugar. El miedo fue sustituido por curiosidad en cuanto observé con detenimiento la enorme puerta. Grabada con bajorrelieves prehispánicos. Dos estatuas de guerreros aztecas fundidos en bronce custodiaban la entrada. Uno estaba cubierto con lo que parecía ser la piel de un jaguar, y la vestimenta del otro desplegaba decenas de plumas tornasoles. Ambos doblaban con facilidad mi estatura. Poseían en cada mano espadas de obsidiana, mientras que en el dintel descansaban cráneos de cristal gigantescos.
Me acerqué y pegué mi palma a la puerta; ésta comenzó a vibrar. Un líquido dorado escurría por las hendiduras del bajorrelieve. Me invadió el pánico, convencido de que la estructura colapsaría en cualquier momento. Para mi sorpresa, las piedras empezaron a crujir, partiéndose en dos para deslizarse lentamente, y así, develar lo que se encontraba escondido en su interior: oscuridad, no había nada más que oscuridad y una especie de rugido sordo. El aliento de una bestia dormida parecía habitarlo. De pronto, los ojos de las estatuas brillaron intensamente para despedir un rojo vivo. Retrocedí lo más que pude para alejarme de los temibles guerreros. Sentí una gran presencia detrás de mis espaldas y caí al suelo tras contemplar a un jaguar hecho completamente de obsidiana, que me mostraba sus colmillos afilados y gruñía con una ferocidad escalofriante.
Tenía sólo una alternativa: atravesar la puerta. En el momento que pasé por el umbral, las piedras que se habían separado volvieron a unirse. Me encontraba atrapado en una oscuridad total. Caí de rodillas, vencido por el presentimiento de que esa caverna me deparaba fatalidad.
“No te rindas, sigue adelante”, sugirió una voz dulce y familiar. Giré mi cabeza para dar con el origen de esas palabras alentadoras, pero la oscuridad era total. “No desesperes”, continuó. La sangre recorría mi torrente sanguíneo a una velocidad inusitada. Levanté las manos y a duras penas pude observarlas en medio de las tinieblas. De pronto, un halo carmesí iluminó las palmas de mis manos. Poco a poco todo mi cuerpo emanó el mismo tono de luz. El calor que desprendía mi cuerpo era tal, que el frío que me había atormentado instantes atrás desapareció por completo. La luz que emitía mi contorno era tan poderosa, que pude contemplar todo mi alrededor. Era una lámpara con pulso.
Las paredes de la caverna estaban repletas de estelas con imágenes de batallas en las que se dibujaban guerreros mayas, aztecas, incas y aimaras, quienes peleaban al lado de unos seres muy pequeños, similares a los ajolotes. Había también aluxes, nahuales, balames y demás seres fantásticos.
Me acerqué a una de las paredes y seguí los diversos pasajes que narraban la historia de una batalla. En la primera estela pude apreciar cómo los guerreros de todas las culturas combatían en contra de esos seres aterradores. En otra se veía a cientos de guerreros sin vida, descuartizados en el campo de batalla, y a los seres amorfos victoriosos, parados sobre los restos de sus víctimas. En la tercera se mostraban sacerdotes de cada una de las religiones quienes representaban un ritual frente a la pirámide del Sol de Teotihuacán.
Estaba completamente fascinado por la batalla épica desplegada sobre las paredes. Experimenté una ráfaga de frustración al no lograr comprender las pequeñas leyendas escritas debajo de cada estela. Comencé a sentir un ardor súbito en los ojos. Cubrí mis párpados con las palmas y el picor fue cediendo gradualmente. Cuando retiré mis manos quedé asombrado al contemplar que las leyendas se habían traducido al español. En la cuarta estela había unos guerreros hincados ante los pequeños seres rodeados de luz. Debajo podía leerse: “Los dioses ancestrales se unieron a los hombres, otorgándoles su esencia para hacer frente a las huestes infernales de Kisín”. En la siguiente escena se desarrollaba otra batalla feroz en lo que parecía ser la ciudad de Tajín. Se leía: “Balanza en equilibrio, no hay vencedores ni vencidos. El bien y el mal son igualmente poderosos”. En la quinta policromía aparecían unos seres alados que sobrevolaban el campo de batalla. La leyenda rezaba: “Cuando la ventaja era de los hombres, de los cielos surgieron seres alados”. En el sexto escenario, los seres alados desgarraban a los guerreros prehispánicos: “Los ángeles caídos acabaron con gran parte de nuestro ejército, la victoria se escapaba de nuestras manos”. En el séptimo escenario se observaba un ritual con los seres alados en la pirámide de la Luna y del Sol: “Los ángeles caídos robaron la esencia del Sol y la Luna, de esa forma la Estancia Eterna dio inicio”. En la octava estela, algunos guerreros, junto a los pequeños seres, combatían a los seres alados. Los cuerpos de los guerreros emitían luces coloridas. Debajo podía leerse: “Cuando la esperanza casi había desaparecido, los guerreros de corazón puro lograron crear un enlace perfecto con los ancestrales, despertando un poder inimaginable, derrotando a los ángeles caídos”. En la siguiente escena pude ver a cuatro guerreros junto a la misma cantidad de dioses ancestrales, quienes combatían contra un ser de doce alas. En el cielo, tanto el Sol, como la Luna, seguían sin emitir brillo: “Los pocos guerreros que quedaron con vida, unieron fuerzas y lograron derrotar al ángel caído más poderoso, pero la Estancia Eterna no se detuvo”. En el décimo lienzo se mostraba a dos dioses ancestrales que ascendían al cielo, uno envuelto en un color azul y el otro de color rojo. La Luna y el Sol cobraban vida nuevamente: “La diosa ancestral del agua y el dios ancestral del fuego dieron su esencia para devolverle la vida al Sol y a la Luna, para así frustrar a la Estancia Eterna y los planes de Kisín”.
Todo aquello era increíble. Nunca antes había sido testigo de una historia similar, pero mi asombro se multiplicó al descifrar el tiempo que había transcurrido desde aquella batalla: “Esto ocurrió a mediados del tercer Sol”, es decir, si cada Sol duraba un aproximado de cinco mil años, esto había ocurrido hacía doce o trece mil años; mucho antes de que surgieran las primeras civilizaciones.
“Sigue adelante”, escuché que decía una vez más aquella hermosa voz. Su timbre melodioso me inyectó ánimo para continuar mi camino. Caminé durante unos cuantos minutos. La caverna se hacía cada vez más estrecha; había enormes estalactitas que dificultaban mi paso. Comencé a vislumbrar una luz azul al final de mi recorrido. Corrí hacia ella; me urgía salir de ese lugar. Al llegar al origen de esa luz quedé decepcionado y mortificado: no era el final de mi sendero sino el inicio. Me encontraba de pie, a la entrada del Inframundo. Por un momento pensé que la tierra no era muy distinta a ese averno.