Ingrid Carla Giorgana Loaeza. Luz en la tormenta

Ingrid Carla Giorgana Loaeza (Veracruz, México, 1961). Licenciada en Psicología Clínica, con Diplomado en Tanatología. Ha tomado diversos talleres como el de Inteligencia Emocional y Tests Proyectivos, en la Ibero, CDMX.

Durante 5 años trabajó en una clínica de infertilidad y embarazo de alto riesgo, como terapeuta de las parejas que no podían tener hijos. Y también tuvo su espacio en la radio, como invitada por 5 años, hablando sobre meditación y espiritualidad. Desde aquellos programas nació el #RespiraLaVida y, del 2012 a la fecha, escribe diario una frase propositiva —que invita a la reflexión— en sus diferentes redes sociales (Facebook, X (antes twitter) e Instagram), con el usuario psicóloga Ingrid.

Ingrid es madre y abuela. Dedica gran parte de su tiempo al ejercicio, la lectura y el baile. Actualmente incursiona en la narrativa bajo la guía del maestro Miguel Barroso Hernández, participando del Taller de Escritura Creativa Miró.

 

Luz en la tormenta

 

La lluvia caía como si el cielo llorara con furia. Era 24 de diciembre y el viento helado golpeaba las ventanas, de la pequeña capilla, como si fuese a entrar. Sola, preparaba los candelabros del altar; pues el apagón ya llevaba varias horas y, aún sin electricidad, debíamos oficiar la misa de Nochebuena.

—¡Navidad a oscuras, Señor! —dije en voz alta, mientras acomodaba las velas—. ¿Será que así lo quieres, este año?

De pronto escuché un golpe fuerte en la puerta lateral. Pensé que sería algún vecino buscando refugio o, quizás, ayuda; pero al abrir, me sorprendió ver a Isaías: el loco del barrio.

Vestía su abrigo viejo (ese que siempre lleva aún en verano) y traía bajo el brazo una bolsa llena de frascos de cristal, con trapos dentro, que olían a petróleo. En sus ojos pude ver un brillo como el que suelen mostrar los niños cuando tienen alguna ocurrencia.

—Hermana Elvira —me dijo—. Vengo a traerle la luz.

¡Confieso que me sorprendió! Isaías es un “personaje” en el pueblo. Murmura por las calles cosas ininteligibles, habla con las palomas, cuenta haber sido el portero del cielo y, a veces, se pelea hasta con su propia sombra. Pero nunca ha hecho daño a nadie. Y esa noche, a pesar de la oscuridad, lo dejé pasar con confianza.

—¿Qué traes ahí? —le pregunté.

Con movimientos ceremoniosos, me mostró sus “faroles” caseros. Colocó los pomos en el suelo, fue encendiendo el trozo de tela que sobresalía de las tapas y se conectaba al combustible dentro. Una tenue luz bailó en la penumbra, sobre cada frasco e Isaías sonrió victorioso.

—Es Navidad, ¿verdad? —me dijo—. Pues el Niño también nació sin luz eléctrica y con frío.

No supe qué responder. Me limité a mirarlo, mientras colocaba sus lámparas a lo largo del pasillo central. Luego, le pedí que me acompañara a encender las velas del altar. Y en silencio, fuimos dándole calor al templo.

Minutos más tarde, comenzaron a llegar los vecinos. Algunos traían velas y otros, simplemente, buscaban el calor del abrazo navideño. En medio de todos estaba Isaías, repartiendo luz con sus manos torpes y su alma clara. ¡Desbordaba felicidad!

Esa noche no hubo coro, ni campanas. En medio del apagón y la lluvia helada, descubrimos que el corazón del barrio no latía a través de cables, sino con personas: con locos y “santos”, pero todos desde la misma piel.

Al día siguiente, faltaba el cáliz de la capilla y busqué a Isaías: por los callejones, en las bancas donde solía pasar las noches… pero no apareció. Algunos vecinos habían asegurado verlo cargando una caja, con su gran sonrisa, rumbo al cerro.

Afortunadamente, el cura tenía otro cáliz y nunca lo echamos de menos. Pero siempre me he preguntado si, en realidad, Isaías fue quien lo robó. ¿Acaso se lo llevó como símbolo sagrado, que quiso conservar con él para toda la vida, como recuerdo de su mejor Navidad?

Las lámparas, aún las conservo. No las encendí, nunca más; pero cuando las miro, recuerdo que a veces Dios habla con voz temblorosa, viste de harapos y llega justo cuando más lo necesitamos.