Hilda Maza Ugalde. La adopción

 

Hilda Maza Ugalde. La adopción

Por más de 20 años se desempeñó como Analista de Negocios y asistente ejecutiva en Oracle de México. Fue especialista en Ventas. Es aficionada a la danza folclórica (huapango) y miembro del Taller de Danza Árabe de la maestra brasileña Roberta Perraro. También es graduada y practicante del método Silva, en el área de Desarrollo Humano.

Actualmente, Hilda participa en el Taller de Arte y Escritura Creativa Miró, dirigido por el profesor Miguel Barroso Hernández, en Veracruz. Incursiona en el mundo de la pintura y la literatura, descubriendo sus talentos.

 

La adopción

 

María tenía solo seis añitos. Era una niña cariñosa, alegre y muy traviesa. Aquella mañana se despidió como siempre: me abrazó, dejó un beso en mi mejilla y salió brincando feliz con su papá.

Gerardo la llevaba al colegio antes de irse a la oficina. Y ese día, mientras estacionaba el auto, María abrió la puerta del coche y cruzó la calle corriendo hacia donde estaba la maestra. No vio la camioneta que venía a alta velocidad y la embistió brutalmente. El golpe fue mortal.

Dos años después, el dolor y el vacío que sentíamos continuaba ensombreciendo nuestras vidas; como una camisa de fuerza, nos mantenía abrazados a la tristeza. Gerardo me propuso ir a Europa y acepté. Un viaje lejos del entorno cotidiano, quizás, ayudaría a sanar. No imaginamos lo que nos tenía preparado el destino.

En la frontera entre Italia y Suiza, por error, subimos a un tren y descubrimos que los pasajeros eran refugiados de la guerra en Yugoslavia. Familias enteras iban a Paris huyendo del horror y la muerte. Casi todos hablaban esloveno y resultó difícil comunicarnos; pero vimos el sufrimiento y la desesperanza en sus rostros. Especialmente, nos llamó la atención aquella niña que —creímos— viajaba con sus 4 hermanos y una pareja de ancianos. La pequeña de ojos negros, muy grandes, me miraba con ternura y curiosidad. Fue inevitable no pensar en nuestra hija. Se llamaba Miliana —según entendí en el imperfecto inglés del señor que, presumí, era su padre— y tenía seis años: la misma edad de mi María al morir.

El camino se hizo largo, estábamos cansados y nos quedamos profundamente dormidos. Una voz nos despertó anunciando la llegada a la capital francesa.

Cuando abrimos los ojos, vimos a Miliana parada frente a nosotros. El cuerpecito apenas la sostenía en pie y sentí miedo, como si de un momento a otro fuera a romperse en pedazos frente a mí. Buscamos por toda la estación a quienes, supuestamente, parecían sus familiares y no aparecieron. Habían abandonado a la niña.

¡Ni siquiera lo cuestionamos! Gerardo y yo decidimos adoptar a Miliana y regresar con ella a nuestro hogar. El trámite no fue difícil, dadas las circunstancias. Y al principio sentimos que se comportaba un poco extraño, porque no hablaba, lloraba, ni reía; pero luego pensamos que era normal después del abandono y el sufrimiento. El amor y el tiempo la curarían. Sería una niña feliz y la ayudaríamos a olvidar todo lo malo que había vivido a su corta edad.

¡Nunca llegó el cambio! Miliana seguía muda y hacía cosas raras: pasaba horas dibujando gigantes ensangrentados y escondía, bajo los cojines de la sala, utensilios de cocina. Llegué a creer que me odiaba. Solo la veía contenta cuando estaba cerca de mi esposo.

—Hay que llevarla con un psicólogo —decía Gerardo y yo lo convencía de no hacerlo, asegurando que pronto dejaría de actuar así.

Una noche, ya dormida, sentí un peso encima de mi cuerpo y el dolor húmedo en el estómago me hizo gritar.

—¡Nooo! ¡No lo hagas!

Gerardo se ahogó en su propia voz y agarró, desesperado, las manos de Miliana. La pequeña sostenía un cuchillo, dispuesta a matarme. Ya me había herido. Forcejearon y logró someterla. Tuvo que amarrarla.

No creíamos que aquello pudiera estar pasando. Lo que dijeron los investigadores de la policía, cuando llegaron al hospital, nos dejó atónitos. ¿Cómo imaginar que había adoptado a una enana psicópata que intentaría matarme, porque estaba enamorada de mi esposo?