Nada más ingrato para cualquier ser humano que ocupar una posición de alta responsabilidad en los momentos de incertidumbre y crisis, porque sus acciones serán juzgadas con dureza y porque los distintos frentes, tentaciones y peligros, pueden distraer al espíritu y dejarse arrastrar hacia la vanagloria y la intrascendencia.
En la Antigüedad Clásica, se reconocía que quien estaba a la cabeza de alguna institución o Estado practicaba, desde la aceptación de un encargo, una renuncia de sí: sus noches no serían ya el refugio donde guarecerse de la crueldad del entorno y de la cotidianeidad, sino el momento para resolver los enigmas de cada mente y alma, atendiendo a las necesidades de los felices y satisfechos, pero también de quienes se sienten poco escuchados, desplazados, menospreciados y violentados.
En ese mundo antiguo surgió la idea del princeps (el primero en todo), es decir, el que tendría que caminar entre abrojos y en tinieblas, aunque en su corazón hubiera miedo e incertidumbre. El príncipe es aquella persona que no salta del barco hasta haber puesto a salvo a los demás; es también el que renuncia a comer el pan que le corresponde para compartirlo, incluso con los glotones; príncipe es también el que deja su cama para que otra persona, quizá menos cansada, repose sus huesos y sueñe felizmente que el mundo le pertenece.
A diferencia de lo que creyeron muchos dirigentes, el ser príncipe implica donarse fundiéndose con su comunidad, abandonar la idea de ser el punto de referencia para convertirse en barro, guijarros y hierba para que los demás puedan transitar hacia sus propios derroteros. No es otra la misión del príncipe que procurar la felicidad, combatir las exteriorizaciones de la maldad y establecer las condiciones para que otros principados puedan sumar a la construcción de un mundo de justicia.
Contrario a Maquiavelo, el padre Pedro de Rivadeneira, S. J., se opuso a la razón del Estado y estableció que un príncipe cristiano tiene que observar unas virtudes que permiten que la obra de Dios se construya realmente en la Tierra.
Entre las principales maneras de proceder, el príncipe entiende que nada le es propio y que su papel no es administrar riquezas, sino dar “a cada uno lo suyo”, sin privilegiar al rico por encima del pobre o al sobresaliente por encima del sencillo. Como buen pastor de su rebaño, el buen príncipe es consciente de las cargas y trabajos que padecen los demás, les consuela y les libera de responsabilidades y con sinceridad procura el descanso y la salud.
Muchas otras virtudes le son exigidas al príncipe: cumplir con su palabra, leer los corazones, no dilatar los remedios, no ejercer liderazgo a través del terror o amenaza, mostrarse magnificente con todos, evitar agradar a todos, perdonar de corazón las traiciones e injurias.
Las enseñanzas del padre Rivadeneira tienen origen en la espiritualidad ignaciana. Su libro Tratado de la religión y virtudes que debe tener el príncipe cristiano se publicó en 1595 y estaba dirigido fundamentalmente a los gobernantes, pero desde aquel entonces era aplicable a cada persona que asume la responsabilidad de una misión, pequeña o gigante.
371 años después de que el controversial libro del padre Rivadeneira llegara a las mesas de lectura de monarcas y emperadores, nació en la ciudad de Puebla de los Ángeles un niño, quien llevaría por nombre Saúl, como el primer rey de los judíos, y quien ya de joven se sentiría atraído por ingresar a la Compañía de Jesús, a aquella de Íñigo de Loyola, de Pedro Fabro, de Acquaviva, de Clavigero, de Sánchez Villaseñor, en donde miles de hijos de San Ignacio de Loyola que, agrupados en provincias, en comunidades y obras, han compartido el carisma con cientos de miles de mujeres y hombres a lo ancho del mundo.
La trayectoria del Padre Saúl Cuautle Quechol, S. J., fue producto de sus valores familiares, de su espiritualidad, de sus convicciones, del acompañamiento de sus hermanos, de su discernimiento, de su diálogo con otros religiosos y laicos que compartieron con él sus pensamientos y sus corazones. Interesado por los retos, Saúl aceptó las comisiones que le encargaron sus superiores, es decir, asintió ser príncipe a la usanza antigua, sin esperar recompensa de honras y distinciones.
Saúl asumió su cargo como rector de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México en septiembre del año 2020, en medio de una de las crisis más grandes de los últimos tiempos. Seguramente, él sabía que, en la historia de nuestro país, en diversas catástrofes y epidemias, los colegios jesuitas se incorporaron en las tareas humanitarias y de consuelo espiritual.
Nuestro Padre Rector decidió aportar a que mantuviéramos la fe y la esperanza en el momento en que desfallecíamos entre incertidumbres. En varias ocasiones manifestó que estaba en la Universidad, acompañado de unas cuantas personas más, trabajando desde su oficina, supervisando las tareas para que tuviéramos las mejores condiciones para el regreso, atendiendo grandes y pequeñas crisis, tomando decisiones junto con sus hermanos de comunidad.
Se interesó por escuchar a muchas personas y legítimamente le importaba sentir lo que cada quien le expresaba. Preguntaba mucho, pues quería comprender mejor y decidir sin precipitarse. Deseaba ser un princeps, ponerse al servicio y dar su vida por quienes conformamos la Universidad.
Su paso breve por la IBERO no impide que su esencia permanezca en los ladrillos, en los jardines y en nuestras células. Su vida tocó otras vidas, nos llenó de esperanza y buscó que nos sintiéramos consolados. El 2 de agosto de 2021, sin saber él que estaba en la antesala del llamado a la presencia de Dios, recordó a las guerreras y guerreros que se anticiparon en el último año. Saúl fue generoso, tras darnos ánimos, el mismo fue al encuentro, como buen príncipe de virtudes.