David Orozco de Gortari. Nacido en la Ciudad de México, hizo sus estudios de licenciatura en la Universidad La Salle y obtuvo el título de Ingeniero Mecánico Electricista por la Universidad Nacional Autónoma de México. Entre otras actividades extracurriculares, tomó un curso de metales en la Escuela de Artesanías del INBA.
Profesionalmente se desarrolló en la rama industrial. Participó, entre otros, en el programa OEA-92, para el fomento económico de comunidades indígenas en la Meseta Purépecha, en Michoacán. Participó en el Programa de Formación de Operadores de Maquinaria Agrícola para la preparación de tierras de cultivo y también en el Programa para el Rescate del Patrimonio Cultural y Artístico de los Ferrocarriles Nacionales (antes de su venta).
Actualmente explora el mundo de la literatura como vehículo para expresar inquietudes o reflexionar sobre la vida. Bajo la tutela del maestro Miguel Barroso Hernández, en el Taller de Escritura Creativa Miró; adquiere las herramientas necesarias para narrar sus propias historias.
Del gozo al pozo
Nuestro protagonista nació, gracias a la comadrona del pueblo, en una apartada ranchería de Dolores Hidalgo. Le pusieron Julio, porque su madre lo vio en el calendario colgado de la pared del registro civil y no quiso pensar. El padre, borracho, ni por enterado se dio.
Fue hijo único y para nada consentido. Apenas tuvo la oportunidad de ir tres años a la primaria, porque su papá lo ocupó como ayudante en la carpintería donde trabajaba cuando no estaba bebiendo. “Debes cooperar con los gastos de la familia”: le dijo creyendo que, si entraba más dinero a la casa, iba a poder comprar más cervezas. Y no solo le alcanzó para la borrachera, con lo que reunió se fue a Gringolandia a trabajar. Prometió a Julio y a la esposa que tendrían una vida mejor, pero ya nunca supieron de él.
Con el curso de los años, Julio aprendió muy bien el oficio de carpintero. Compró una casita a las afueras de Guanajuato y juró a la mamá que nunca le iba a faltar nada. Muy en el fondo, jamás perdió la esperanza de ir a probar suerte a los Estados Unidos y prosperar más como, seguramente, le había sucedido a su padre.
El destino juega, ocasionalmente, con nuestros deseos y sucedió que, terminando encargos en casa de una familia acomodada, el patrón le dijo a Julio:
—Me gusta mucho tu trabajo y quiero que vengas a terminar una casa que tengo en la frontera.
Ganaría en dólares y aquello resultó ser música para sus oídos. No le importó renunciar a otros clientes.
—Solo será por poco tiempo —le dijo a la madre, dándole el dinero que tenía ahorrado para que sobreviviera—. ¡Yo, sí regreso! —aseguró sonriendo, sin intuir que la alegría se transformaría en frustración.
Viajó a Reynosa y allí comenzó su odisea. Llegó en la noche y como no tenía permiso para cruzar la frontera, el señor que lo había contratado lo llevó a un motel de mala muerte. “Aquí me esperas”: le dijo. La cama estaba llena de piojos y las luces de neón, parpadeantes, no se apagaban. Los del cuarto vecino, con la música a todo volumen, no le permitieron descansar. Amaneciendo, el patrón fue por él y le explicó cómo debía cruzar.
Julio esperó el cambio de turno de la migra, pero no calculó bien y lo agarraron. Después de gritos y regaños, sin ni siquiera entender, lo metieron a un cuartito. Tomaron sus huellas digitales, fotos de frente, de perfil y lo mantuvieron preso por tres días. El patrón no fue a rescatarlo. Terminó en un camión desvencijado, donde otro inmigrante le dijo que diera gracias a Dios porque a ellos los regresaban a territorio mexicano con vida, pero muchos morían intentando cruzar.
Nuestro protagonista recordó al padre que, quizás, fue uno de los desafortunados. “Ya lo tenías todo y tú solito caíste al fondo del pozo”: se dijo. Lamentó su propia ambición y entendió que no todos los sueños se vuelven realidad.