
Daniel Baruc Espinal Rivera. De República Dominicana. Nacionalización en México. Escribe dramaturgia, novela, cuento y poesía. Cuenta con treinta y dos libros publicados y 51 años de trayectoria literaria.
M A D R E
Madre,
hoy te pensé sentada entre las flores,
con tu vestido gris de muselina,
con tu pelo negrísimo en que olas
de azabache reproducían la luz.
Hoy te pensé iluminando todo
con tu sonrisa de sandía y cerezas,
con tus gestos de mujer de isla,
con tus ojos que eran faros en la noche
compacta y turbulenta de mi corazón.
Confieso, madre, que tus palabras cuelgan
como ramas con frutos, de mis días,
y que hay cosas que suceden, y quisiera
levantar el teléfono y contarte.
Pero poco a poco
se me ha olvidado el número
de nuestra casa, en el fragor del tiempo,
y tengo la certeza de que nadie
levantará el teléfono si llamo.
Como las horas son cristales rotos,
tu imagen dulce se ha deteriorado
bajo una lluvia amarga y salitrosa
que ha convertido tu jardín en bosque
y se ha llevado el humus de mi infancia
convirtiendo mi solar en laberinto.
De muchas cosas quisiera platicarle
a la amiga que siempre me escuchaba
con su corazón en carne viva,
y que me tenía siempre una respuesta
como un panal nos da su dulce miel.
Pero a la muerte no le importa nada,
y arrebató de mis brazos,
con suma indiferencia,
tu cuerpo venerado, y no he podido,
por mucho que lo intento,
olvidar el dolor que tu presencia
perdida, me provoca.
Voy por la vida, madre, como un ciego,
como alguien al que le han cortado un brazo,
o un ave pesarosa que busca el primer nido.
Por eso hoy, quisiera, estremecido
por las aguas del arroyo del recuerdo,
sentarme a las orillas de la luz
y platicarte cuánto me hacen falta
tus caricias maternales, tus consejos.
Madre,
ya he rebasado la edad en que partiste,
y tengo cicatrices tan profundas
que apenas las palabras son capaces
de mostrar una mínima porción
de lo que arrastro acaso de otras vidas.
Madre
hoy te busco entre sombras sin tocarte,
digo tu nombre como una plegaria,
y sólo vienen a mí memorias tristes
del momento aquel en que las parcas
cortaron el hilo de tu vida.
Madre,
mira mis manos que levanto al cielo,
están llenas de sol, llenas de arena.
Un lenguaje de abeja
busca en mis labios polen,
y una semilla roja,
sembrada en mis adentros,
germina cada noche, y cada amanecer
crecen enredaderas que alcanzan a las nubes
y en sus tallos las aves hacen nido y jolgorio.
Madre,
busco tus ojos como el ciego, luz,
y el sediento las aguas que corren por la noria,
o el terreno cuarteado por la sequía, las lluvias;
y me duelen palabras que dijiste y que olvido,
y tu aroma de albahaca es oxígeno, en tanto
que tu ausencia me asfixia, y es una puñalada
el recordar que duermes
ahora mismo en la tumba,
en la que dejo flores y lágrimas, y versos
que no dicen lo mucho que yo te necesito
para seguir viviendo.
Madre,
regálame un momento,
deja la eternidad en la que acampas
y rodéame con el fuego de tus besos,
esos con que curabas mis heridas
cuando necesitaba tus canciones de cuna
y volvía del mundo zarandeado y dolido,
esos que reiniciaban la ternura, la dicha
de mi atropellado corazón.
Madre,
no sabes cuántas veces te he soñado
regresando a tu casa y a tus muebles,
a tus flores de plástico y tus cuadros,
a tus historias de muchacha hermosa
que corría feliz entre los árboles.
Pero siempre despierto y ya te has ido,
y en el aire hay como un temblor de estrellas,
y una punzada oscura en las entrañas
me dice que no alcanza la mirada
amorosa,
para atravesar los muros de la muerte.
Madre
desde que te fuiste no hay consuelo;
no hay mañana con luz, ni primaveras,
sólo miro pasar las estaciones
como alguien que a través de una ventana ve llover.
Madre,
camino el mundo donde ya no estás,
y nadie entiende la falta que me haces
y las ganas de verte que me habitan.
Hace cincuenta años que te escribo
un poema de amor, y no he podido,
medianamente terminarlo.
Y las lágrimas me inundan el corazón
y se me olvidan
todas las cosas que decirte yo he querido
cada vez que hay algo que la vida
ha puesto en mis espaldas o en mis manos.
Madre,
cómo me hace falta que me escuches.
Cómo, querida y santa madre, que me abraces.