Antonio Augusto González Cruz. El más devoto

 

Antonio Augusto González Cruz. Es Ingeniero Civil con 15 años de experiencia laboral.

Se adentra en el mundo de la plástica bajo la tutela del artista Enrique Sandoval y, actualmente, explora la técnica de la acuarela con el pintor Joel Díaz.

La literatura, es su pasión y como miembro del Taller de Escritura Creativa Miró, dirigido por Miguel Barroso Hernández, en Veracruz; ha publicado varios de sus cuentos en el periódico digital Siete Días de Puebla.

En su obra literaria, Tony no sólo refleja lo cotidiano o caricaturiza el mundo que le rodea. Defendiendo la crónica de lo maravillosa que puede resultar la realidad; es fiel seguidor del gran movimiento de escritores latinoamericanos que dio credibilidad a los aspectos mitológicos o espirituales de nuestra cultura.

 

El más devoto

 

Las campanas repicaron, dando inicio a la Semana Santa, en la Abadía de la Faz Denegrida. Tras la procesión de ánimas fervorosas, por las calles empedradas de Costa Brava; Percival, líder paladín de la Gran Orden – “el más devoto”- emocionaba a feligreses e invitados en el patio del monasterio. Junto a Catalina, la doncella de las Altasgracias, elevaban cantos a oídos del altísimo.

 

-Se ven hermosos juntos –susurraban los concurrentes; sin notar cómo, de soslayo, él se perdía en su cabello rojo, por ese cuello que invitaba a olvidar y unos labios que incitaban al pecado. Alarmado, por la erección que no podía disimular; Percival acortó las plegarias, corrió a sus aposentos y tomó entre las manos el flagelo para azotarse.

Implorando perdón a Dios, el Gran Paladín escuchó los toques apresurados en la puerta y cubrió las heridas de su espalda con una manta.

 

-¡Catalina! –exclamó sobresaltado, casi tirando la vela que llevaba y no pudo decir más, porque ella le plantó el beso ardiente que tanto había deseado en secreto y, luego, salió corriendo. Abrumado por la lujuria, terminó masturbándose.

El Miércoles Santo, se besaron escondidos en el oratorio. Y al día siguiente, en la Capilla de las Amanecidas, mientras se preparaba para venerar al Divino, Catalina recordó las palabras de Percival:

-Estamos faltando a los votos, porque desde que te vi mi corazón se debate entre el amor al Benévolo y el que siento por ti –susurró sujetándole las nalgas y atrayéndola a su cuerpo para que sintiera cuán excitado estaba.

 

Totalmente desconcentrada, la doncella de las Altasgracias, fue encarcelada para cumplir con la ceremonia de adoración, que cerraría el Ciclo Cuaresmal. Había ensayado su cante jondo y esperaba soportar las ocho horas. Hizo una reverencia frente al altar y comenzó a bailar al ritmo de la música, apresurando los movimientos cuando llegaba al punto álgido de la canción. Pero allí, encerrada y sola, su mente evocó la voz del paladín: “Catalina, mi amada catalina”. Y se vio ante el hombre varonil que se despojaba de las sagradas ropas, tomándola en brazos. Y como virgen sedienta de placer, sus muslos se humedecieron.

 

Después de siete horas de baile, canto y alabanza; no era, precisamente, sudor, lo que la empapaba. Los pezones se mostraban duros, bajo la tela y al girar sobre el eje de su cuerpo, sintió una punzada en el pecho. Paró de bailar y llevándose las manos al corazón, gritó a Dios: “te he fallado”. Luego, cayó sin vida.

 

Percival entró al recinto, poco después, para cumplir con el rito. Debía sacarla en brazos y lavarle los pies delante de los devotos.

“Debes estar agotada mi amor” –pensó, viéndola en el suelo; pero al llamarla no respondió y el mundo se le vino abajo cuando constató la tragedia.

 

-¿Por qué Señor? ¿Por qué a mí? ¡Te he venerado y ¿así me pagas las alabanzas?

Lloró sobre el cadáver de Catalina y el juicio se le fue nublando con cada lágrima.  Acarició su rostro, aún tibio y besó los labios que ya conocía; descendió a sus pechos y rasgó la bata, descubriéndolos. Lamió el torso y bajó a las piernas desnudas de la doncella. También en cueros, la hizo suya y ni siquiera escuchó que abrían la reja de la capilla. Tampoco le importaron los gritos de espanto, el prestigio o las promesas a la Gran Orden. Reía como el devoto, menos arrepentido, mientras eyaculaba dentro de ella.