Antonio Augusto González Cruz. Ingeniero Civil con 15 años de experiencia laboral.
Se adentra en el mundo de la plástica bajo la tutela del artista Enrique Sandoval y, actualmente, explora la técnica de la acuarela con el pintor Joel Díaz.
La literatura, es su pasión y como miembro del Taller de Escritura Creativa Miró, dirigido por Miguel Barroso Hernández, en Veracruz; ha publicado varios de sus cuentos en el periódico digital Siete Días de Puebla.
En su obra literaria, Tony no sólo refleja lo cotidiano o caricaturiza el mundo que le rodea. Defendiendo la crónica de lo maravillosa que puede resultar la realidad; es fiel seguidor del gran movimiento de escritores latinoamericanos que dio credibilidad a los aspectos mitológicos o espirituales de nuestra cultura.
El favorito
“Ya no hay vuelta atrás”, decidió Heracles al despertar. Los compradores de almas inocentes, las víctimas, el ritual…; el dolor, otra vez, golpeándole la cabeza…
La estatua del Dios sin nombre le señaló la ubicación, en el mapa que cubría la pared de su recinto sagrado. ¿Cómo era posible? El lugar donde le arrebataron su infancia: ¿existía o solo era un sueño? ¿El monstruo se escondía en el mismo sitio que él había quemado años atrás?
No tardó más de tres días en llegar…
La Abadía del Huérfano Abrazado se alzaba, en ruinas, por sobre el manto de la noche. Aún conservaba los altos muros, con las paredes ennegrecidas por el beso vengativo del fuego.
Entró a las entrañas del recinto, guiado por el murmullo de los miserables que, seguro, buscarían consuelo en el sufrimiento de niñas y niños. La pira, igual a como la recordaba, se alzaba en el centro del antiguo salón. Hombres enmascarados danzaban, desnudos, alrededor de las llamas. Y sobre un pedestal de mármol, cantando, Heracles identificó al que cubría su cuerpo con una túnica negra:
“Sus sollozos nos abrazarán, sus orificios nos darán y balarán, balarán balarán”.
—¡Liberen al placer en sus cuerpos! ¡Los ángeles los esperan! —gritó el supuesto sacerdote y los presentes, con visible erección, se dirigieron a la sacristía que, seguramente, estaba llena de huérfanos: ¿cómo olvidarlo?
Frente a los ojos del Cristo sordo, que milagrosamente había sobrevivido, fue ajusticiado el cura:
Contaba el maquiavélico diezmo, separando monedas de oro y de plata. La patada lo agarró desprevenido. Sintió que sus genitales explotaban y en el suelo, retorciéndose, se unió al coro de gemidos que entristecía a las estrellas en el cielo. Solo ellas eran testigo de lo que sucedía en aquella abadía sin techo.
—Creí que tu cuerpo llevaba años siendo mierda de gusanos.
—¡El favorito! —admitió el anciano.
—¡Calla! —dijo Heracles, tapándole la boca—. Dile al diablo que te acoja como uno más de sus demonios—y acto seguido clavó el cuchillo en la entrepierna del sacerdote, una y otra vez. Laceró su cuerpo a puñaladas e inmediatamente, con el odio desenvainado, avanzó a la sacristía para cubrir de sangre los suelos del ruin templo y ahogar en el horror a la lujuria.