Cada año, cuando las velas se encienden y el aroma del cempasúchil llena el aire, los pueblos de México recuerdan una creencia tan antigua como el tiempo mismo: la muerte no es el final, sino el principio de un largo viaje hacia el Mictlán, el reino de los muertos.
Según la tradición mexica, cuando una persona moría, su alma emprendía un camino de cuatro años hacia las profundidades de la Tierra. Allí lo esperaban Mictlantecuhtli, Señor del Inframundo, y su esposa Mictecacíhuatl, la Dama de la Muerte. Pero antes de alcanzarlos, debía superar nueve niveles, cada uno una prueba del espíritu.
El primero era Itzcuintlán, donde un gran río impedía el paso. Solo un xoloitzcuintle, el perro sagrado, podía ayudar al alma a cruzar, pero solo si había sido amado y cuidado en vida.
Después venía Tepectli Monamictlán, el lugar de los cerros que chocan, y Iztepetl, el cerro de obsidiana que cortaba la piel para liberar al espíritu de sus apegos.
En el Itzehecayan, los vientos helados arrancaban la carne y dejaban al alma desnuda de lo material. Luego, en Paniecatacoyan, flotaba entre corrientes invisibles, aprendiendo a confiar solo en su esencia.
El viaje seguía por Timiminalóyan, donde flechas invisibles recordaban los errores del pasado, y Teocoyohuehualoyan, donde las fieras devoraban el corazón, liberándolo del ego.
Más adelante, en Izmictlán Apochcalolca, una niebla eterna envolvía el camino; allí el alma recordaba quién era y aceptaba su destino.
Solo entonces alcanzaba el Chicunamictlán, el noveno nivel, donde los señores del inframundo la recibían y le otorgaban el descanso eterno.
Esa creencia dio origen a lo que hoy conocemos como el Día de los Muertos.
Con la llegada de los españoles, las tradiciones prehispánicas se unieron al Día de Todos los Santos y al Día de los Fieles Difuntos.
Así nació una celebración que no teme a la muerte, sino que la honra: una fiesta de luz, color y memoria.
Las flores de cempasúchil marcan el camino, el pan de muerto simboliza el cuerpo, las velas guían el regreso, y el copal purifica el aire.
Porque, como dicen los abuelos, mientras alguien te recuerde, nunca mueres del todo.
