Claudia Sheinbaum, un año de gobierno

 Vìctor de Regil

Ciertamente, el primer año de Claudia Sheinbaum en la presidencia de México ha estado marcado por la continuidad del proyecto de su antecesor, Andrés Manuel López Obrador y por la apertura de un estilo propio. Su popularidad se mantiene alta porque ha sabido encarnar una transición sin ruptura, pero con cambios que vislumbran un giro en algunos aspectos.

Sheinbaum lo ha hecho con serenidad y disciplina, ha garantizado la permanencia de los programas sociales que millones de familias consideran ya parte de su paisaje vital. En un país donde la desigualdad es la gran tarea pendiente de cualquier gobernante, esa constancia ha sido clave para mantener la confianza y proyectar estabilidad.

De igual forma, la presidenta ha dado señales de firmeza allí donde se dibuja un escenario más difícil de revertir: la inseguridad. Y es que los homicidios empiezan a ceder en un terreno difícil en las últimas dos décadas, donde el crimen ha permeado todas las esferas y domina la desconfianza ciudadana, impregnada de terror. No se trata del milagro de una pacificación definitiva, sino de la impresión de que, por fin, existe un rumbo, y de que la estrategia descansa en datos, coordinación y persistencia.

Es importante también mencionar que ante el regreso de Donald Trump y su agresiva política arancelaria contra México, Sheinbaum ha optado por una contención sin estridencias: evitó el choque frontal y consiguió, al menos por ahora, proteger la economía nacional. La lección es clara: en política exterior, el ruido no siempre garantiza buenos resultados; la mesura y la firmeza callada suelen pesar más.

En este primer año también ha habido obstáculos pues, por ejemplo, la inversión privada sigue rezagada, y sin ella no habrá crecimiento sostenido. El combate a la corrupción ha dado pasos audaces al atacar el contrabando de combustible, conocido como huachicol fiscal, que deja fugas en unas arcas públicas más necesitadas que nunca. Esa apuesta, que va más allá de la retórica, ha implicado el señalamiento a figuras prominentes del pasado; pero el éxito de atajar la corrupción dependerá de que la ofensiva llegue hasta el final, sin titubeos. Para ello no es de extrañar que deba seguir apuntando a un partido gobernante, Morena, que acumula tensiones, lealtades precarias y ambiciones desbordadas que, de no ser contenidas, pueden convertirse en un freno para su mandato.

Así es como la presidenta Sheinbaum encara su segundo año de mandato con la legitimidad de quien ha sorteado pruebas tempranas y con la expectativa de un país que todavía cree posible el cambio. No basta con administrar la herencia; lo que México exige es la construcción de una nueva etapa, donde la seguridad no sea una excepción y donde la independencia judicial reviva tras la polémica reforma llevada a cabo, que ha abierto un horizonte lleno de incertidumbre.

A partir de este segundo año, Sheinbaum necesita convocar a algo más amplio que una mayoría legislativa: un pacto social renovado que trascienda etiquetas y antagonismos. México es demasiado grande, demasiado diverso y demasiado complejo como para que su destino dependa de un solo grupo o de un cálculo inmediatista.

El primer año ha mostrado que es posible gobernar con firmeza y sin estridencias, con continuidad y con un estilo propio. Sheinbaum tiene ante sí la ocasión de profundizar en los desafíos de México y construir, desde la pluralidad, un futuro compartido. Esa será la verdadera medida de su liderazgo: convertir la confianza ciudadana en energía colectiva para avanzar, sin perder de vista que el horizonte se vuelve más prometedor cuando es común.