Gabriela del Puerto Brito (Veracruz, México, 1962). Ha dedicado su vida al cuidado y amor del hogar, siendo esposa, madre de tres hijas y abuela de tres nietos.
La creatividad y el espíritu aventurero la han llevado a explorar diversos hobbies y pasatiempos, destacando su pasión por el cajón y el baile flamenco. Durante seis años, formó parte del grupo «Cajón Five»: quinteto que compartió su música y energía con audiencias de todo tipo.
A los 62 años, Gaby ha decidido incursionar en el mundo de la literatura, asistida por la experiencia de Miguel Barroso Hernández, en el Taller de Escritura Creativa Miró. Compartir historias y experiencias con el mundo es la intención de esta mujer entusiasta que continúa sondeando sus talentos.
El hombre del telescopio
Adrián no conocía su voz, ni el ritmo de sus pasos o qué perfume usaba. No sabía si tomaba café, o té; pero la había visto salir a su balcón, cada mañana, exactamente a las 7:10, con una taza en la mano.
Ocasionalmente, llevaba un libro bajo el brazo y se sentaba a leerlo en el sillón, junto a la pequeña mesa donde colocaba su taza. Otras veces, salía con una vela: la encendía y cerraba los ojos por varios minutos. ¿Estaría meditando? Pero le gustaba más… lo enloquecía cuando, simplemente, se apoyaba en el barandal y miraba al infinito. En aquellos instantes, él entraba a sus pensamientos, la llamaba “Lucía” (porque ni siquiera sabía su nombre) y se inventaba historias que, probablemente, nada tenían que ver con la vida de la chica; o, quizás, acertaba:
“Lucía sufre por un amor no correspondido…”. “Lucía recuerda con tristeza a sus padres ya fallecidos…”. “Lucía busca inspiración, para la clase que dará a media mañana en la universidad…”.
Adrián creía que no había nada malo en lo que hacía. Y de tanto mirarla, ya la conocía mejor que nadie. Sabía cuándo era feliz, por el semblante y la forma de caminar. Sabía cuándo estaba triste porque, con los dedos, pasaba su cabello por detrás de las orejas. Y si tenía frío, se abrazaba a sí misma y él sentía cómo su cuerpo también se volvía cálido en aquel abrazo.
¿Acaso debo abordarla y platicar con ella?: dudaba, pero decidió no hacerlo. En el fondo, sabía que, si le hablaba, se convertiría en una persona real: probablemente, muy diferente a la de su imaginación. Entonces, Lucía desaparecería.
Con el telescopio, desde su ventana, cada mañana, volvería a verla. En ese silencio, construiría una historia, alrededor de ella, que nunca compartiría con nadie… Y es que algunas personas prefieren vivir un amor imaginario, porque aman más la ilusión del amor, que al amor en sí.