Teresa Vázquez Mata. El señor de las palabras

Teresa Vázquez Mata. Convirtiendo en historia todo cuanto la rodea, construye nuevos mundos. Poniéndole color y energía al verbo, nos invita a reflexionar. Con sobrado talento, le ha dado valor a la narrativa contemporánea, regalándonos el México de su mirada o su sentir.

Su libro Entre vidas (selección de cuentos publicado por Ediciones Mastodonte, en CDMX) explora los dilemas del ser humano a través de cada uno de los personajes que habitan sus historias.

Bajo la tutoría del maestro Miguel Barroso Hernández, destaca en el Taller de Escritura Creativa Miró. Sus historias han sido incluidas en la Antología del III Concurso Nacional e Internacional de Relatos Breves, a que convoca el Ático, en Israel, en Otoño de Palabras, compilada por la Unión Estatal de Escritores Veracruzanos A.C.; así como en la Antología del XVIII Premio Orola de Vivencias 2024, publicada en Madrid, España. Y es que hoy, a Tere, escribir se le ha vuelto una pasión a la que no quiere renunciar.

 

El señor de las palabras

 

—¡Mis amores, ya llegué! —grita Isidoro y así Jacinta y el hijo sabrán que ha regresado después de una larga jornada en la oficina. Oficina que abrió, hace algunos años, porque ya las colas y el murmullo de tanta gente necesitada, fuera de su casa, molestaba a los vecinos.

Ahora, tampoco se daba abasto; pero disfrutaba como nadie salvar a cada cliente. Del conocimiento de las palabras hizo su modus vivendi y no porque el trabajo fuera inusual o pareciera sencillo, era menos agotador.

¡Sí! Isidoro vendía palabras a quien las necesitara. Y las vendía como cualquier otro profesional que monetiza el talento a cambio de satisfacer sus propias necesidades.

Todo empezó cuando, ya jubilado de la docencia, ayudaba a leer a los niños pequeños del barrio. Les repasaba el alfabeto, las sílabas sencillas: ma, me, mi, mo, mu; pa, pe, pi, po, pu… y, luego, los invitaba a unirlas para formar útiles vocablos. Con paciencia, solía enseñar a los pequeños cómo, utilizando tan solo veintidós consonantes y cinco vocales, dominarían el idioma español. Y los papás, no dispuestos a embarcarse en esa misión casi imposible, preferían pagar y que él se encargara. Pero con el tiempo, fueron estos mismos padres quienes comenzaron a requerir los servicios del señor de las palabras:

—Oiga Isidoro, tengo que escribir un presupuesto para mi cliente. Los números los tengo, pero no sé cómo convencerlo. ¿Usted cree poder ayudarme con algo formal y seductor para la introducción?

—Don Isidoro… ¡estoy muy preocupada! Volviendo del mercado me auto regalé un collar con parte del dinero que tenía para los gastos de la semana. Y ya sé que la mentira es castigada por Diosito, pero mi marido va a enfurecer cuando lo sepa… ¿qué se le ocurre que le pueda decir para apaciguarlo?

Caminando por la calle, alguna vez, lo abordó un joven:

—¡Por favor!, usted que conoce tantas palabras bonitas: ¿cree que me pueda ayudar a hacer algo así como un poema? Es que conocí a una chica muy linda. La quiero llevar a los helados, luego a caminar por el parque y que se vaya enamorando de mí. Si le digo algunas de esas frases que usted sabe sobre el amor, seguro la conquisto.

Hoy, Isidoro vive de escribir cartas, esquelas, votos matrimoniales, tesis, documentos empresariales… y, en ocasiones, piadosas mentiras. Les abre el cielo a muchos y evita la discordia entre la gente. Pareciera poseedor de todas las palabras del mundo. Lo que no saben sus clientes es que, realmente, las ha tomado prestadas. Recurre a Pablo Neruda, Juan de Dios Peza o Mario Benedetti. A veces suele viajar a la luna, con Julio Verne, para encontrar ciertas respuestas; o desnuda, en un tratado sobre el narcisismo, al Dorian Gray de Oscar Wilde; o se vuelve tan absurdo como Beckett. También hurga en la retórica de algunos filósofos griegos, en las teorías de Einstein, el valor de Sor Juana y hasta en la pasión de Nezahualcóyotl: el rey poeta. Por supuesto, no ha olvidado las máximas de Natalia, su abuela materna; porque la riqueza del saber popular es invaluable.

—¡Me siento feliz!, ¿pueden creerlo? Conseguí que un hijo perdonara a su madre —dice Isidoro mientras saca la sartén para calentar unas albóndigas que Lucy, la vecina, le había regalado. Y en lo que el fuego hace lo suyo, exprime unas naranjas.

—Necesito vitamina C —sonríe—. De niño, tú te comías los limones a mordidas — le recuerda a Polito mientras corta un pepino y trocea una lechuga. Pone limón, sal y prueba. Por más que lo intenta no logra resaltar el sabor de las verduras.

—¡Ayúdame, Jacinta! —señala—. Nunca he sido bueno en esto, pero intento alimentarme bien y sanamente. No olvido cómo me regañabas cuando éramos jóvenes: “comiendo puras porquerías te vas a hacer daño y estamos esperando a nuestro hijito”.

Con la cena lista, dispone solo un lugar en el comedor, justo frente al enorme librero. Allí conserva incontables tomos de sus autores favoritos y hasta de los que no lo son tanto, porque en esta vida hay que saber un poco de todo. Se sienta, coloca la servilleta en las piernas, agradece por tener qué llevarse a la boca y a los escritores que le prestan sus voces. “Ayúdenme a seguir adelante”: murmura y come. Luego toma el pequeño cuchillo que colocó en la mesa y corta rebanadas delgadas de una gran manzana verde. Tras par de pucheros, no puede contener el llanto:

—¿Sí me ven? —dice, camina hacia el librero y agarra entre sollozos un cuadro—. ¡No me he rendido! A diario sigo tus consejos, flaquita de mi alma. En ocasiones ni siquiera tengo ganas de amanecer, pero no me salvo y sigo firme como les prometí, para que ni tú, ni el Polito, se avergüencen de mí. “No te quedes inmóvil / al borde del camino / no congeles el júbilo / no quieras con desgana / no te salves ahora / ni nunca / no te salves / no te llenes de calma / no reserves del mundo / sólo un rincón tranquilo / no dejes caer los párpados / pesados como juicios / no te quedes sin labios / no te duermas sin sueño / no te pienses sin sangre / no te juzgues sin tiempo…”: ¿recuerdas?

Isidoro llora, abrazando la foto de una mujer acompañada de un joven: ambos con la misma sonrisa.

—¡No me abandonen! —susurra entre lágrimas.

Allí, junto al lugar de donde tomó el retrato —también sobre el librero—, siempre hay un florero con rosas blancas frescas y, tras las rosas, dos urnas con sus respectivas inscripciones:

Jacinta 1957 – 2002

Leopoldo 1982 – 2002