Cuauhtémoc Merino. Giordano Bruno en Oaxaca con prólogo de José Agustín

Cuauhtémoc Merino. Su mamá Chelo le dijo que nació en Cuautla, Morelos, y que es de signo Caprichornio. Dice él que es licenciado en Literatura Hispánica y Lingüística de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, BUAP, o del parque de Santo Domingo, Deefe, ya ni se acuerda, pero lo que no dice es que fue becado para estudiar literatura en Moscú, en la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, URSS, 1986, de donde lo corrieron antes de que le cayera en la tatema un trozo del Muro de Berlín.

Por exceso de chelines fue profesor rural de secundaria, en preparatorias privadas, de razón, y de varias universidades como la UNAM, la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca y el Instituto Politécnico Nacional, IPN, y de otras universidades particulares de gran prestigio, patito.

 

Giordano Bruno en Oaxaca

con prólogo de José Agustín

 

 

In memoriam de Jaime y Carlitos Merino, de            

                                                          Augusto Ramírez, Julio Bustillo, Alberto Díaz,                     

                                                                                         Korda, y Rodolfo Morales

 

A Gerardo Laveaga

Y, por supuesto, para Edaly Arciniega

 

                                                            No importa cuán oscura sea la noche,                          

                                                  espero el alba, y aquéllos que viven en el día

                                                     esperan la noche. Por tanto, regocíjate, y                    

                               mantente íntegro, si puedes, y devuelve amor por amor.

Giordano Bruno

 

Cara amiga Mirna:

Desde hace mucho tiempo quería escribirte estas líneas. Deja te cuento el cuento de cómo llegué hasta aquí como escritor, ja.

Te conocí en Tepexi de Rodríguez, tierra de dinosaurios descubiertos en 1962 y, desde entonces, ya estaba destinado a convivir entre éstos. Yo tenía casi un año y medio de edad cuando llegué a esta región de Puebla, 1965, tú cursabas primero de preescolar en el único jardín de niños donde Melita, mi abuela paterna, era la directora, maestra y conserje. Tú papá era el jefe de telégrafos y tú fuiste mi primera compañera en esta aventura llamada vida.

Aún recuerdo, aunque difusamente, tus grandes ojos, el negro cabello largo, ensortijado y tu sonrisa paloma que veía a contraluz en esas tardes lluviosas. Tú y yo jugábamos, comíamos dulces, sobre las colchonetas y cobertores, hacíamos dibujos con crayolas en hojas blancas y hojeábamos cuentos, mirábamos los ventanales llorantes y un cielo plomizo, encapotado y descubríamos la otredad dulce y salina, mientras, mi abuelita, preparaba el material didáctico para los niños y el sonido de las campanas de la iglesia rebotaba en el salón del altísimo techo de madera y teja.

Ahora, Mirna, te platicaré cómo empecé a escribir gracias a mi mamá Chelo, que me leía poesía desde que me llevaba en su vientre y me enseñó a leer antes de ingresar en la primaria, y a mi papá, Jaime, que me compraba muchos libros y en varios de ellos me escribía dedicatorias, aunque yo aún no sabía ni deletrear, y que ahora releo con una felicidad melancólica. Mis padres eran intelectuales, maestros, él matemático, ella, ella era la literatura misma.

Corre película.

“¿Cuauhtémoc, tienes alguien a quién le interese coeditar tu libro con nosotros?”, me preguntó, palabras más, palabras menos, la Doctora Margarita Dalton, Directora del Instituto Oaxaqueño de las Culturas, IOC, del Gobierno del Estado de Oaxaca, finales de 1993. “No, doctora”, respondí. “Correcto, entonces tendrás que esperar a que editemos varios libros que tenemos en lista de espera y el próximo año publicaríamos tu Giordano Bruno o El festín de las cenizas. Pero, te aclaro, en nuestra política editorial no publicamos obras que no traten sobre temas de Oaxaca: literatura, arquitectura, orfebrería, pintura, gastronomía, danza, indumentaria, costumbres, cosmovisión en general de Oaxaca, es tan amplia la cultura oaxaqueña y tu libro no entra en estos estándares.

Giordano Bruno, 1542-1600, fue incinerado en la pira, en el Campo di Fiori, frente a El Vaticano, a manos del Santo Oficio de la Inquisición.

Él fue, literalmente, el padre del Renacimiento, de la libertad de pensamiento, de credo, de los “derechos del hombre” y fue oscurecido y censurado desde entonces hasta hoy en día; fue un pensador, filósofo,  escritor, maestro, amigo de reyes y del pueblo; exsacerdote dominico, viajero incansable, siempre perseguido en casi toda Europa.

Fue quemado en la hoguera por órdenes del Papa Clemente VIII, después de que éste dirigió su tortura y de que él mismo lo torturó con sus propias manos, Mirna.

“Cuauhtémoc, el Consejo Editorial del IOC firma convenios con varias instituciones culturales de Oaxaca y, en este caso, fue con Nueva Acrópolis para una convocatoria de un ensayo sobre Giordano Bruno y el tuyo fue el ganador, es de 20 cuartillas y se publicó en la revista de La Casa de la Cultura. Pero los editores te leyeron y les pareció interesante tu texto; te dijeron que te podías ampliar la investigación y de 20 cuartillas  llegaste a 250.

“Leí tu libro, muy interesante, tu texto es novedoso. Yo tenía referencias de Giordano Bruno y, ahora, más, así que, Cuauhtémoc, el próximo año que tengamos presupuesto podrías regresar para preparar la publicación, ¿te parece?”, ella me dijo afable, sonriente, y me despidió de sus oficinas en el Teatro Macedonio Alcalá del centro de Oaxaca.

A pesar de que nunca nos habíamos conocido, la Dalton fue muy amable y me había recibido personalmente, sin la pedantería y despotismo típicos de las oficinas gubernamentales.

Tiempo después, 1995, ella sería en mi jefa durante cuatro años en el gran proyecto de la Enciclopedia Historia del Arte de Oaxaca, en tres volúmenes, donde fui investigador de gabinete, de campo, redactor y corrector de estilo. Pero eso, en aquel momento, aún no lo sabíamos, ni ella ni yo.

Salí del Alcalá con la ardilla girando contenta en mi cabeza y con mi libro despegando pista hacia el futuro y pensaba: próxima parada para vivir: La Verde Antequera, en “El museo al aire libre”, Carlos Fuentes dixit, y, por fin, dejaría la gris Puebla de los Ángeles.

La convocatoria había sido del IOC y de Nueva Acrópolis, dirigida por mi amigo, el profesor, Ramón Guzmán, un apasionado de la filosofía y la literatura.

Benjamín Maldonado, antropólogo, investigador y escritor, leyó las primeras 20 cuartillas de Giordano Bruno y después de la premiación en La Casa de la Cultura me invitó, al día siguiente, un café, en el zócalo de Oaxaca.

“Cuauhtémoc, creo que sería muy importante para ti y para Oaxaca que tu libro se publique por nuestra editorial del IOC. No va a ser fácil, porque no es el estilo o la línea editorial que manejamos, pero lo intentaremos porque, a veces, hay partidas especiales del gobierno estatal y federal, para algún tema que nos surja y tenga calidad. Creo deberías profundizar en la investigación”, me dijo Maldonado en el Bar Jardín, frente a una taza de café, bajo una bóveda azulísima y un sol reptante que chorreaba sobre las copas de los árboles del zócalo que, pronto, sería mío, y yo de él, junto con mis hijos que vendrían a nacer en Oaxaca: uno, el de papel, Giordano Bruno, y los dos de sangre: Zaira, 1994, y, claro, Bruno, 1995.

Entonces, pensé: mi amigo y maestro, el escritor José Agustín me podría hacer el prólogo de Giordano Bruno y su hermano mayor, Héctor Augusto, pintor hiperrealista, mi maestro de filosofía, de materialismo, de política, de historia del arte y erotomanía, me haría el dibujo de la portada para el libro. Ellos, aún, no lo saben, cavilé y sonreí mientras terminaba el último sorbito de mi café frío.

Esperé un año, cara compañera de la niñez, Mirna. Doce meses después regresé al IOC, yo tenía 29 años de edad, llegué a Oaxaca con la convicción de iniciar una nueva vida. Así fue. Y, desde entonces, los dinosaurios veganos se  salieron de las fronteras del libro y tomaron asiento en mi mesa, junto con mi familia.

En cierta ocasión, tenía yo tres años de edad, 1967, y soñé, o, ¿fue real?, Mirna, que mi abuelita Melita me llevaba una tarde nublada, oscureciendo, a casa de su comadre, doña Eustorgia, atrás del panteón, cerca de la barranca, llegamos al enorme y viejo portón de madera con barrotes de fierro, mi abuelita tocó la campana de la entrada y montones de huesos de todas formas y tamaños salieron a ladrarnos con furia, eso me impactó mucho. Salió la comadre a recibirnos y los corrió, a gritos y con un palo, hasta el fondo de su patio. Muchos años después, poco antes de que mi abuela muriera, le pregunté si ese suceso había sido real y ella sonrió tenuemente y me dijo “Sí, Cuauhtémoc”. Y pensé, algún día escribiré esto.

Augusto, o Guti, pintó a Giordano Bruno, lo parafraseó de uno de los pocos cuadros que existen de El Nolano, con una camiseta que tiene en el pecho una pareja, cohabitando, símbolo medieval de la unión del día y la noche, de la lux y tenebrae, del arriba y abajo, del ayer y del hoy: “Heraclítoris de Éfeso, mi Cuau”, como  me dijiste, Josefo, cuando observabas el cuadro terminado del Guti; tú estabas, con una chela negra en la mano y sonriente, en la orilla de la alberca de tu casa de Brisas, en Cuautla, con tus ojos verde fondobotella, chipeantes y en las bocinas del jardín sonaba “Handle with care” de The Traveling Wilburys.

Giordano Bruno o el festín de las cenizas se publicó cuando yo tenía 30 años de edad, en 1995 y se presentó en Santo Domingo de Guzmán, Oaxaca. Había iniciado la investigación desde 1992. Las idas y venidas de Puebla a la UNAM fueron frecuentes durante más de tres años y, finalmente, la monografía-ensayo la presentamos la Dalton, José Agustín y yo.

Y los dinosaurios no sólo seguían ahí, Tito, sino que espiaban a través de los vitrales de Santo Domingo de Guzmán, listos para dar dentelladas, Mirna.

Cuando yo tenía 15 años de edad, querida amiga, en secundaria leí la novela La tumba de José Agustín y en la prepa, mi querido amigo Moi Arenas, el sabio, me regaló la novela De perfil, de Josefo, entre muchos otros libros más de varios escritores y que intercambiábamos frecuentemente. Y también me regocijé mucho leyéndolo.

Mirna, desde niño, mi mamá, Chelo, y mi papá, Jaime, me hicieron adicto a la lectura, a la literatura, a leer diariamente periódicos, revistas, historietas, cómics, libros de historia, de sexualidad, filosofía, política, biografías, de ciencia, de religión, hasta que, por  mi cuenta, yo descubrí el Kamasutra, Justine, El jardín perfumado, Lolita, El  Decamerón, El amante de Lady Chatterley, etcétera, los libros del Index librorum prohibitorum  de  mi abuelo, el profesor Antíoco Gallegos, ex sacerdote católico, capitán y tesorero de mi General Emiliano Zapata; esos libros, mi primo Fincho Rubalcava y yo, éramos púberes, los sacábamos a escondidas, forzando con una varilla a alguno de los muchos libreros del abuelo: “Ora, Fincho, palanquea, wey, duro. ¡Ya lo tengo!”, le decía a él, quien hacía palanca y luego, con el botín oculto entre las ropas, corríamos a leerlos encaramados en el guayabo, en el guamúchil o en el mango del grandísimo patio de los abuelos en Cuautla, Morelos.

El hurto se acabó cuando le rompimos un librero de madera y vidrio al abuelo, él se encabronó y les puso cadenas a los libreros. Pero ya era tiempo de lluvias y habían llegado las humedades cuautlenses. Y, desde entonces, junto con aquéllas, la censura buenaondita.

Terminé la preparatoria en un internado norteamericano, mormón, en el DF en 1982, fue básico en mi formación, mis bisabuelos habían fundado esta religión en México, finales del siglo XIX, y regresé a Cuautla a estudiar una materia que no acredité: cálculo, y  mi papá me contrató a un maestro particular de matemáticas y así conocí al ingeniero Oswaldo de los Santos Rovira, de la edad de mis padres, era un profesor oaxaqueño, ya Oaxaca me jalaba, Mirna; él era un académico, solterón, misógino, era un intelectual ateo, nietzscheano y que le gustaba leer y escribir y siempre estaba usando herramientas, hacía inventos, máquinas y aparatos y con su telescopio espiaba los cielos estrellados mientras fumaba y fumaba y fumaba.

Él daba clases en la prepa Cuautla y sería mi gran amigo, yo tenía 18 años de edad cuando lo conocí, y también me influiría mucho con sus lecturas recomendadas y sus clases de matemáticas, de ciencia y las amenas charlas de arte, literatura y pintura, en fin.  Con él aprendí cálculo diferencial e integral, que acredité en la UNAM, pero no sólo me enseñó álgebra, trigonometría, astronomía y física, sino también me dio a leer a grandes filósofos y escritores rusos, franceses, ingleses, árabes y estadounidenses.

Las tertulias en su casa, toda siempre con polvo y llena de libros, periódicos, revistas, matraces, probetas, mecheros, cajas de Petri, herramientas, con cucarachas y sus perros y gatos, se volvieron frecuentes.

Fuimos amigos hasta que regresó a morir a su tierra, 2008, circa, en la orilla del mar en la costa de Oaxaca. Yo creí, cuando lo conocí, que Oswaldo era Inmortal. Él se definía a sí mismo como “físico-literato” o “El cínico”.

Cierto sábado, 1982, mediodía, Oswaldo y yo tomábamos café en los portales del zócalo de Cuautla, antes de irnos a su casa a estudiar cálculo. Él sabía que me gustaba leer y escribir. Yo pronto  empezaría a estudiar medicina en la Universidad Autónoma de Puebla.

De pronto, frente a nosotros, vimos a José Agustín, Josefo, pa los cuates, Pepe para su familia, caminaba a paso veloz, eléctrico, como siempre, con sus tres cachorros: Andrés, Jesús y José Agustín, iban en chinga a la Casa-Museo de Morelos en el zócalo del pueblo. “Mira, ¿conoces a ese señor?”, me preguntó Oswaldo. “No, ¿quién es?”, le pregunté. “Es mi vecino en el Fraccionamiento de Brisas, es el escritor José Agustín. Está bien tocadiscos, pero es muy brillante, muy inteligente, es un polígrafo que escribe novela, cuento, teatro, ensayo, periodismo, es políglota, ufff, y la escritora y crítica literaria, Margo Glantz, Margo Glande, como él le llama, opina que José Agustín es ´el precursor de la literatura de la onda´, esto a él le encabrona porque dice que eso lo ´encasilla´. Creo que debes conocerlo, te ayudará si quieres escribir. Yo ya no te puedo enseñar más literatura, él sigue.

“Ahorita que regrese de su taller literario, lo vas a saludar de mi parte y le dices que ya lo has leído, eso le va a gustar, le preguntas que cómo le haces para entrar en su taller, ¿de acuerdo?”  “¿Y si me manda a la goma?”, pregunté. “No, es muy alivianado, dile que vas de mi parte, yo he platicado con él varias veces”, dijo el inge Oswaldo.

Casi tres horas después, Josefo regresaba platicando con sus niños. Lo intercepté con muchas dudas. “Hola, señor José Agustín, ¿cómo está usted? Yo he leído algunas de sus novelas y cuentos  y leo su obra de teatro, Abolición de la propiedad, me está gustado mucho. Sus libros están muy padres. A mí también me gusta escribir”, le dije haciéndole varios comentarios sobre sus textos. “Hola, manito, ay, gracias. ¿Cómo te llamas?” Y ahí, Mirna, surgió una amistad de muchos años.

Y él me invitó a su taller mensual y sabatino: “Te espero el próximo mes en la Casa de Morelos, a las 12 horas, lleva tus textículos pa tallerrearlos”. “Gracias, don José Agustín”, le dije a Mister Antisolemnidad. “Jajajaja, ya vieron cómo me dijo este wey”, les preguntó sonriente a sus hijitos, “¡No mames, háblame de tú! Soy José Agustín y él es Andrecito, él, Chuchito y éste, Tino”, me dijo mientras me los presentaba y les jugaba el cabello a cada uno. Desde que lo conocí, siempre fue muy cariñoso con su esposa, Margarita Bermúdez, y con sus tres niños, ah, y con sus perros.

Ese fue el primer diálogo de muchos más que se darían años después. Empecé en su taller en 1982 y, claro, también iba a los encuentros de escritores que José Agustín organizaba año con año, durante una semana, en la Casa-Museo de Morelos en Cuautla y ahí conocí a grandes escritores, escritoras, académicos y académicas de la UNAM y que fueron básicos en mi formación intelectual, fue un deleite escucharlos hablar de literatura,  de filosofía, de periodismo, de los chismes de la farándula intelectual y de política, ¡cómo chingaos no!,  en los jardines del Hotel Vasco, en todas las cantinas del centro de Cuautla que tomaban por asalto, en el zócalo y, hasta, a veces, en el Museo de Morelos, entre cafés, cervezas, rones, aguas de limón y jícamas con chile. Del hotel no queda nada, ahora es un frío centro comercial, al igual que de los encuentros literarios, ni cenizas…

Poquito tiempo después, 1983, Augusto Ramírez llegó a vivir a Cuautla, él era el hermano mayor de Josefo, era un pintor hiperrealista y sería uno de mis más grandes amigos y maestros, hasta que inició el viaje más largo en el 2000 y la familia Ramírez Bermúdez me escogió para hacer su biografía, me dieron todos sus diarios, misma que escribí. Sus escritos los perdí en Oaxaca, cuando inició la guerra, 2005, y tuve que salir de la ciudad a lo giordano: en chinga, un dos tres, un dos tres…

En 1982 entré a estudiar medicina y seguí leyendo y escribiendo enfebrecidamente y asistía a los talleres de José Agustín, mientras esperaba la muerte de mi papi enfermo, 1986, mismo año en que me fui a estudiar Filología rusa a Moscú, en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, exURSS.

Yo tenía 22 años de edad cuando mi padre había partido a los 46 años de edad y, Mirna, me empezó a nacer, en el pecho, un enorme hoyo sangrante.

Fue una etapa de duelo muy profundo, Mirna, caminaba y caminaba de día en los oscuros bosques moscovitas cubiertos con nieve, a menos 20 ó 30 grados, y lloraba al recordar a mi padre. Pero también fue una época de gran aprendizaje, de viajes en la URSS: Lituania, Letonia, Estonia, Ukraína, ay, Ucrania, Moldavia y, claro, Leningrado y Moscú. (CONTINUARÁ)