Abel Pérez Rojas
I
El sol descendía sobre el caserío como un manto de cobre. Entre las casas de adobe, María moldeaba una olla de barro con la paciencia que sólo se adquiere escuchando historias antiguas y sintiendo el pulso de la tierra. Su abuela le había enseñado que el barro, el fuego y las estrellas eran más que materia; eran la memoria de un pueblo que resistía, que soñaba.
A su lado, su hijo Emiliano la observaba con detenimiento. Él sabía que pronto partirían hacia el norte, un lugar que prometía abundancia, pero que también susurraba incertidumbre. María sentía el peso de generaciones en su espalda: curanderas, tejedoras y mujeres que habían enfrentado al destino con las manos desnudas. En sus sueños, su abuela repetía una frase: “Nunca olvides quién eres. Tu tierra está contigo, incluso cuando la dejes atrás”.
Mientras empaquetaba sus pocas pertenencias, colocó una pequeña jícara de barro pintada con flores de cempasúchil en su morral. Sería su recordatorio de las raíces que jamás se arrancan, aunque el viento sea feroz.
II
El camión retumbaba mientras avanzaba por el camino polvoso. María y Emiliano viajaban en silencio, rodeados de otros rostros que compartían la misma mezcla de esperanza y miedo. Entre ellos, una anciana tejía un rebozo con las manos firmes de quien conoce el valor de mantener la mente ocupada. Otra mujer murmuraba oraciones, sus labios secos como las tierras que habían dejado.
Al llegar al punto de encuentro con el coyote, María vio a «La Bestia» por primera vez. Aquella mole metálica rugía como un dios implacable, pero en su pecho sólo había espacio para un pensamiento: llegar. Las historias que había escuchado sobre el tren, sobre los peligros y las desapariciones, se mezclaban con las palabras de su abuela: “El miedo no detiene al maíz, y tú eres hija de la milpa”.
Emiliano la miró, buscando respuestas en sus ojos. María tomó su mano con fuerza y, sin dudar, subieron al tren.
III
En las noches sobre «La Bestia», cuando el viento helado los cortaba como cuchillas y las estrellas se asomaban tímidamente, María recordaba su origen. Cerraba los ojos y recitaba las palabras que su abuela solía cantar mientras molía maíz:
Naciste
en jícara de octli,
en quintoniles al vapor,
en tortillas a mano,
en tasajo al carbón,
en pico de gallo con chile canario.
Aprendiste a curar el espanto,
a bajar la fiebre con carbonato y manteca,
a aliviar el dolor de oído con olivo y cebolla,
a sanar con humo de cigarrillo,
a mitigar el dolor con alcohol y marihuana.
Aprendiste de la hora del tejido,
del consejo de los viejos,
del lenguaje de los cielos y de los árboles,
de los dichos populares
y del poder curativo de los sueños.
Creciste alejada de la saturación yanqui,
de la corrosión de la dictadura perfecta,
de las mentiras de la Guerra sucia.
Eres corazón de cempasúchil,
sienes de ocelotl,
entrega de Malinche
y alma de María Sabina.
Eres curalotodo,
chamana,
hija de Centéotl y Coatlicue;
eres niña
de barro,
fuego
y estrellas.
Eres tú y tu tierra,
tú y tu origen,
tú y tus raíces.
Emiliano escuchaba con atención, su pequeño cuerpo temblando contra el de su madre. María le hablaba de las plantas que curaban, de los consejos de los viejos, de los secretos que el cielo y los árboles guardaban. Cada palabra era un amuleto que los protegía en aquel viaje peligroso.
“Recuerda esto, hijo. No importa dónde estés, tu tierra siempre vivirá en ti. Aunque el concreto cubra tus pasos, el barro y el fuego siguen en tu sangre”.
IV
El tren avanzaba con violencia, sacudiendo a quienes lo montaban. En cada estación improvisada, se escuchaban ecos de las rieleras, esas mujeres que habían poblado los caminos con sus guisos y sus voces.
María veía las sombras de las rieleras en los ojos de las mujeres que viajaban con ella. En una parada, una joven ofreció trozos de pan a los niños, mientras otra mujer repartía agua. No eran vendedores; eran guardianas. Ellas también eran hijas de las rieleras, de las soldaderas, de las madres que no se detenían ante nada.
Las palabras del poema que había aprendido de niña resonaban en su mente:
Las rieleras corren,
asen a sus raquíticos cuerpos las provisiones,
están forradas de valor y esperanza,
brincan un obstáculo,
saltan otro y casi caen,
el sudor nubla su mirada,
pero corren y vuelven a trotar,
son fenómenos:
les salen más manos,
parecen pulpos.
Algunas son ancianas,
otras púberes,
la mayoría adultas envejecidas a la fuerza,
se les escapa la meta, el peldaño… el cabús.
Sus cuerpos están acostumbrados al trajín,
a la presión,
a la angustia de no alcanzar el coloso humeante,
pero las nobles mujeres no se dan por vencidas:
– ¡lleve tres y pague dos!
– ¡un taco para el camino!
– ¡pollo frito para el chamaco!
– ¡compre atole para el tamal!
esas son las mujeres de las que vengo,
las madres que no tuvieron madre
porque fueron abandonadas,
arrojadas a la bondad de la gente,
las que llevan su temor entre el rebozo y la enagua;
son descendientes directas de las soldaderas,
las que nos amamantaron
mientras vendían lo que fuera,
las que convencían por su condición
no por la pompa de sus viandas.
Les juro que son hijas de las adelitas
provienen de la tropa,
de los campos de cultivo,
¡Aquella es mi madre!
¡Todas son nuestras madres!
las que dejaron los años sobre los rieles ,
en aquella bendita mole que nos dio de tragar,
en La bestia que hoy transporta migrantes,
siluetas en tierra ajena,
sombras protegidas por los espíritus de nuestras mamás,
por las almas de nuestras mamás rieleras.
Ya no venden sus benditos guisos,
ahora protegen y curan al hermano,
al desamparado,
a los que son cazados,
a quienes lloran en soledad,
¡Adelante madres, sigan trabajando,
vayan de aquí para allá!
Su ejemplo vive en nosotros,
nos sentimos cobijados,
sabemos que su amor no tiene final.
María se sentía acompañada, protegida por un amor que trascendía la sangre. En cada mujer veía la sombra de su abuela, la fuerza de su madre, el reflejo de todas las que habían resistido.
V
El desierto parecía interminable. El grupo avanzaba bajo un sol abrasador, siguiendo las instrucciones del coyote. Cada paso era un acto de fe, una promesa de un futuro mejor. María pensaba en los campos de cultivo de su pueblo, en la lluvia que traía vida y en las manos curtidas de su gente. Ahora, ese recuerdo era su refugio.
Emiliano tropezó, y María lo levantó rápidamente. “No te rindas, hijo. Piensa en todo lo que hemos dejado atrás. Piensa en lo que nos espera”.
El niño asintió, aunque sus ojos reflejaban el cansancio. Ella sabía que el camino era cruel, pero también sabía que estaban protegidos por las almas de sus antepasados, por las raíces que jamás se arrancan del todo. Y aunque no podía verlo, sentía que los espíritus de las rieleras marchaban junto a ellos, susurrando aliento en cada ráfaga de viento.
VI
La frontera era una línea invisible pero omnipresente. Al llegar, María vio el muro que dividía los mundos, una barrera que parecía impenetrable. Pero también vio algo más: un grupo de voluntarios repartiendo comida y agua a los migrantes. Gente que, como ella, no había olvidado sus raíces.
María y Emiliano se sentaron bajo la sombra de una lona improvisada. Un hombre se acercó con un plato de frijoles y tortillas. “De dónde vienen, hermana”, preguntó con una sonrisa cálida.
“De Oaxaca”, respondió María, sintiendo un nudo en la garganta. Aquella simple pregunta la hizo recordar todo lo que habían dejado atrás, pero también todo lo que llevaban consigo.
El hombre asintió. “Entonces traen el espíritu de la tierra. Eso los protegerá”.
Esa noche, María miró a Emiliano mientras dormía. Sabía que el camino no terminaba allí, que los desafíos apenas comenzaban. Pero también sabía que, dondequiera que fueran, sus raíces serían su refugio, su escudo. Y en medio de la incertidumbre, sintió algo que había olvidado durante el viaje: esperanza.
Abel Pérez Rojas (abelpr5@hotmail.com) escritor y educador permanente. Dirige: Sabersinfin.com #abelperezrojaspoeta