Roberto Guillermo Cuspinera Durán. El pan nuestro de cada día

 

Roberto Guillermo Cuspinera Durán. Licenciatura en Ciencias y Técnicas de la Comunicación. Licenciatura en Publicidad y Relaciones Públicas. Postgrado en Orientación y Desarrollo Humano. Postgrado en Psicoterapia Gestalt. Graduado de la Escuela de Teatro de Manolo Fábregas. Participó como actor en telenovelas, series (Tú a alguien le importas, El derecho de nacer, El ángel caído, entre otras) y obras de teatro mexicanas (Hoy invita la Güera, 12 hombres en pugna). Trabajó como conductor del programa Hoy de mañana y en la teletienda El Kanguro, de Antena 3, en Madrid, España. También fue vocalista de la agrupación musical La Década Prodigiosa.

Actualmente se desempeña como psicoterapeuta en Veracruz y explora el mundo de la literatura, de la mano del maestro Miguel Barroso Hernández, en el Taller de Escritura Creativa Miró.

 

El pan nuestro de cada día

 

¿Quién iba a salvarnos de su ira?

La mañana caminó como tortuga, pero la campana del colegio anunció que ya era hora de volver a casa: 1:30 p.m.

Papá me paralizaba. Le tenía mucho miedo. “Soy una niña mala” —llegué a pensar y lloraba mucho. Mamá parecía ya no tener lágrimas en sus ojos, siempre tristes. Nos maltrataba, física y emocionalmente. Nada lo hacía sonreír. Éramos culpables de todo y mi madre solo podía obedecer.

El trayecto a casa, aquel día, también se hizo largo. Regresé por el boulevard, frente a la playa. Necesitaba prepararme para la contienda y las olas sofocándose en la arena, liberaban el estrés. El mar solía ser bálsamo para los oídos y, sin embargo, lejos de liberar mis preocupaciones, estaba provocándome ansiedad.

“¿Habrá vuelto del hospital y, furioso, terminará mandando a mamá a cuidados intensivos?”

Era una niña de 13 años y resultaba difícil lidiar con tanta brutalidad. El hogar seguro, no existía para mí. Pero ese día llegué, sin imaginar que todo cambiaría.

El aroma del pan en el horno me hizo olvidar los miedos y corrí a la cocina. Mi madre nunca fue como la abuela, que preparaba los mejores guisos del mundo; sin embargo, hacía panes deliciosos cuando teníamos algo que celebrar.

—¡Claro, lo supuse! —decía mamá sonriendo. Nunca la había visto tan feliz y mientras terminaba de atender la llamada telefónica, saqué los cubiertos y los platos para poner la mesa.

—¿Qué pasa mamá? —pregunté porque colgó y se puso a cantar. ¡Nunca cantaba!

—¡Ay, hija! —dijo dándome un beso y colocando sus manos, que temblaban de emoción, sobre mis hombros—. El doctor Remes llamó para confirmar que a tu padre le ha dado un infarto cerebral. Nunca volverá a hablar, ni a caminar. ¡Acabó nuestro sufrimiento! —aseguró y yo supe que no teníamos nada que hablar al respecto.

En la mañana, antes de ir a la escuela, dejamos a papá en urgencias porque se había caído en el baño y traía una herida en la cabeza. ¡Eso dijo y no fue así! Yo escuché los gritos y sabía que estaban peleando. También vi que mamá, tomó la sartén de hierro y lo golpeó. Cuando recobró la conciencia, la agarró del cuello y afirmó que regresando del hospital arreglarían el asunto… por eso estaba tan nerviosa.

En la mesa, junto a mamá, respiré aliviada. ¡Éramos libres! Aquella tarde, saboreé el pan más rico de mi vida.