Cuauhtémoc Merino. Su mamá Chelo le dijo que nació en Cuautla, Morelos, y que es de signo Caprichornio. Dice él que es licenciado en Literatura Hispánica y Lingüística de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, BUAP, o del parque de Santo Domingo, Deefe, ya ni se acuerda, pero lo que no dice es que fue becado para estudiar literatura en Moscú, en la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, URSS, 1986, de donde lo corrieron antes de que le cayera en la tatema un trozo del Muro de Berlín.
Por exceso de chelines fue profesor rural de secundaria, en preparatorias privadas, de razón, y de varias universidades como la UNAM, la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca y el Instituto Politécnico Nacional, IPN, y de otras universidades particulares de gran prestigio, patito.
El viaje más largo
o
El sol, la luna y la montaña
In memoriam Carlitos Merino, Nohemí Lugo;
Leopoldo Gallegos López y Efraín Ruvalcaba Gallegos
Para Ana Laura López y Edaly Arciniega,
por su acompañamiento y ayuda en nuestras
aventuras literarias y por su amistad crepuscular
“Luego hicieron a los animales pequeños del monte,
los guardianes de todos los bosques, los genios de
la montaña, los venados, los pájaros, leones, tigres,
serpientes, culebras, cantiles, (víboras), guardianes
de los bejucos.”
Popol Vuh
La abuela pronto partiría con la neblina, les avisaron. Ella vivía allá, en la cima de la tierra de los ha shuta enima, los que trabajan en la montaña, de los humildes, de la gente de costumbre.
El padre, Zairita y Bruno, ñuu savi, hombres y mujeres de la lluvia, se despidieron de la madre en las faldas del Yucunitzá. Irían caminando a despedir a la abuela a las crestas de las montañas de la gente del venado, donde las nubes juguetean en los picos de los grandes árboles y los ríos eran sonrisas cayendo. “Vamos, Zairita y Bruno”, dijo el padre mientras se despedía de la madre, la besó y al bebé en brazos.
Los tres echaron a caminar por el Camino Real lo más rápido que los pies de los niños lo permitían.
El niño tenía seis años de edad, ella, siete. Sol, tierra, matorrales, biznagas, nubes y culebras acompañaron sus pasos. “Estoy cansada”, dijo la niña; “yo también, padre”, secundó Bruno. “Aquí adelantito descansaremos, vamos”, él contestó. Caminaron y caminaron los hijos de El flechador del sol. Ya atardeciendo llegaron a una imponente cueva y en la entrada, un joven guerrero zapoteca asaba carne en las brasas y sonriente les dijo “Descansen, coman” y les dio un trozo que los tres comieron con deleite. “¿Qué es?”, preguntó Bruno. “Venado”, respondió el joven cazador: “De donde vengo, de hasta allá abajo, el Rayo es dueño de las montañas, de los árboles, las flores y el agua y no podemos matar animales sin su permiso y sólo cazamos lo que vayamos a comer, no podemos tirar los animales ni ensuciar la tierra ni el agua, son sagrados y pueden ser nuestra tona, Él es dueño de todos los animales que se arrastran, nadan, caminan o vuelan, hay que pedir su consentimiento para cazar un venado, no cualquiera lo hará, sólo los que tenemos en la panza una piedra azul y blanca podemos hacerlo”, continuó el joven mientras los niños se acurrucaban en la tierra para dormir y la piedra brilló en el vientre del muchacho y la noche cubrió con sus manos suaves los ojos de los niños.
Lunas soles, nubes, tierra, árboles, flores y animales se cruzaron con ellos, platicaban con ellos, los acompañaban en sus pasos cansados. “Vamos, vamos niños, la abuela los espera”, un conejo de orejas blancas y hociquito rosado les dijo dando brinquitos y el Dios de los pobres, el Protector de los desheredados, La lluvia, lavaba su cuerpo y refrescaba sus labios cuando se toparon a un viejo sin dientes arreando dos bueyes mientras les hablaba al oído: “Tenemos que llegar, sigan, sigan o la cosecha del maíz se perderá y ustedes, yo y la familia tendremos hambre, hermanitos”. “Papá, ¿por qué el viejito les habla a sus animales?”, preguntó Bruno abriendo sus ojos. El anciano lo oyó y se les acercó sonriendo: “Mira, hijo, de donde yo vengo, del mayab, no hay diferencia entre La sagrada tierra, Loq´alaj ulew, y los humanos, winaq, y junto con los animales, las montañas, los ríos y el mar somos hijos vivos de Nuestra Madre Tierra, Qanan ulew, todo, todo está vivo, la piedra, la concha del mar, el árbol, el agua, el aire y la luz, todo palpita y todos venimos del mismo soplo divino, nadie domina a nadie, todos somos iguales y todos merecen y merecemos ser respetados”, respondió el viejo y se alejó platicando con su yunta y acariciándoles el lomo. Y con los pies punzantes, padre e hijos siguieron su camino montañas arriba mientras comían tortillas, carne seca y zapotes.
Soles encrespados, lunas fragmentadas, caminos abismales, árboles, flores, un cansancio rocoso y los pies ensangrentados acompañaban al padre, a Zairita y a Bruno y, a punto de desfallecer, mientras descansaban en la orilla de un río, una muchacha se les acercó con sonrisa de tortolita y lavó los pies de los niños con su negra cabellera y con paños arrancados a su huipil los secó: “Toda la luna, todo año, todo día, todo viento, camina y pasa también. También toda la sangre llega al lugar de su quietud” y para nosotros, el yollotl o corazón es el centro vital de la vida, de la conciencia, del pensamiento, de las ideas y del amor que se nutren con el eztli o la sangre, con ella se mueve el universo, así, el corazón te guía sobre la tierra y te enseña la fugacidad de la vida”, ella les dijo a los niños y besó sus pies lastimados, se levantó y Bruno miró cómo ella, volviendo el rostro, sonriente, desapareció entre la neblina del bosque.
El frío de huesos puntiagudos y la serena cima de las montañas verdosas se bañaba con las nubes cuando el padre y los niños exhaustos, desfallecientes, llegaron, era el inicio del fin del viaje iniciático. “Madre, madre”, gritó el hombre y no sabía si lo vio o lo había soñado cuando de la choza salieron varias mujeres y de sus blancos hupiles emergían revoloteando mariposas, palomas, los listones celestes azules de los ríos, las cascadas, el color rosa del grano de café, los hongos multicolores, los tulipanes, el encaje de la neblina y los girasoles buscando al sol y a lo lejos, a lo lejos, se escuchaba una vocecita sabia: “Cúrate mijita, con la luz del sol y los rayos de la luna./ Con el sonido del río y la cascada. Con el vaivén del mar y el aleteo de las aves./ Cúrate mijita con las hojas de la menta y la hierbabuena, con el neem y el eucalipto./ Endúlzate con lavanda, romero y manzanilla./ Abrázate con el grano de cacao y un toque de canela. Ponle amor al té en lugar de azúcar y tómalo mirando las estrellas./ Cuídate mijita, con los besos que te da el viento y los abrazos de la lluvia./ Hazte fuerte con los pies descalzos en la tierra y con todo lo que de ella nace. Vuélvete cada día más lista haciendo caso a tu intuición, mirando el mundo con el ojito de tu frente./ Salta, baila, canta para que vivas más feliz. Cúrate mijita, con amor bonito y recuerda siempre…/ ¡Tú eres la medicina!/”
Y, entonces, el padre, la niña y el niño vieron que de la choza voló, con su larga cauda arcoiris, una colibrí…