Cuauhtémoc Merino. Si tú quieres, moriré

Cuauhtémoc Merino. Su mamá Chelo le dijo que nació en Cuautla, Morelos, y que es de signo Caprichornio. Dice él que es licenciado en Literatura Hispánica y Lingüística de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, BUAP, o del parque de Santo Domingo, Deefe, ya ni se acuerda, pero lo que no dice es que fue becado para estudiar literatura en Moscú, en la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, URSS, 1986, de donde lo corrieron antes de que le cayera en la tatema un trozo del Muro de Berlín.

Por exceso de chelines fue profesor rural de secundaria, en preparatorias privadas, de razón, y de varias universidades como la UNAM, la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca y el Instituto Politécnico Nacional, IPN, y de otras universidades particulares de gran prestigio, patito.

 

Si tú quieres, moriré

o

De la Eternidad, la Revolución y Eros

 

A Zairita y Bruno Merino, porque aun            

en las más densas tinieblas hay luciérnagas…

 

“Intelectus naturaliter desiderat esse Semper.”

Tomás de Aquino

 

“Cuanto más hago el amor, más ganas de hacer la revolución.

Cuanto más hago la revolución, más ganas de hacer el amor.”

Pinta en La Sorbona de París, 1968

 

“Es necesario llevar en sí mismo un caos

para poner en el mundo una estrella danzante.”

Federico Nietzsche

 

Si tú quieres, moriré, es la novela histórica, realista, de Gerardo Laveaga, está situada después de la Independencia de México. Trata de la vida,  la obra, las dudas y contradicciones, como buen personaje shakespeareano,  los conflictos, el azar y la articulación con el Mundo Real  de Valentín Gómez Farías, quien fue un sibarita, político, humanista, revolucionario y también médico, como el precursor de la Revolución Francesa, Marat, y, por supuesto, esta novela  es la vida de  María Inés Vázquez de Zermeño, de 24 años de edad cuando conocería a Valentín de 36 años, y de Francisco García Salinas: la tensa triada clásica.

A Gómez Farías, un requiebre del azar, literalmente, la caída de Santa Anna del caballo, lo catapulta al poder en las horas trascendentes de un país en llamas.

 

Y a Laveaga le gusta ver la historia, y el derecho, cómo no, desde la literatura y “reflexiona… de la historia y la política” y cómo puede cambiar el rumbo de las personas y de los acontecimientos cuando se mezclan el azar, el devenir, la coincidencia, las situaciones humanas, de la naturaleza, de los  tiempos, los lugares y las palabras: “Eventos que desbaratan la inercia psicológica y el sosiego existencial que nos procura todo acontecer pautado, regulado y comprensible y que el lenguaje común engloba en la categoría equívoca, plástica y difusa de ‘fortuito’: aquello que no se produce ni siempre ni la mayor parte de las veces, desencadenando, no obstante, alteraciones relevantes en el interior de una trayectoria intencional guiada por la planificación racional, el proyecto y la expectativa”, nos dice  Iván de los Ríos Gutiérrez en su texto La experiencia griega del azar y el concepto TΥXH  en la filosofía de Aristóteles.

Y ya los universitarios de la Sorbona también decían que era “necesario explorar sistemáticamente el azar” en pleno alzamiento en 1968.

 

Y este mismo “concepto”, el azar, Leonardo Padura lo pone en relieve en su gran novela El hombre que amaba a los perros, donde entrelaza la vida de Trotsky, Stalin y Ramón Mercader con  las  tres revoluciones  del siglo XX: la Gran Revolución de Octubre, la rusa; la Guerra Civil Española y la Revolución Cubana: “Liev Davídovich descubrió con cierta sorpresa que a Breton lo fascinaba, más que cualquier teoría, la dramaturgia misma de la vida y que con frecuencia traía a colación el tema del azar y su papel en los acontecimientos que marcan el destino”.

 

Así, Gerardo Laveaga también incursiona en lo que de los Ríos opina: “decimos ‘el concepto de azar’ cuando sabemos que el azar carece de concepto. El azar es la instancia paralógica por excelencia, si escuchamos a Aristóteles en Física II… El azar carece de concepto y el concepto, por su parte, no contiene en sí mismo nada que pueda someter, dominar e identificar eso que, sea lo que sea, aglutinamos bajo el término español de origen árabe azar y que tal vez comprenderíamos mejor con la ayuda del vocablo alemán Zufall, el latino accidens o el griego τυχη. El azar no constituye en absoluto un caso de concepto. Un caso sí, sin duda. Eso es exactamente lo que constituye, lo que genera y lo que posibilita el azar: la singularidad del caso. Pero no, desde luego, un caso de concepto”, es decir, cuando tratamos de definir semánticamente la palabra “azar” pasa igual que como el término “tiempo”: “¿Qué es, pues el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé, si quiero explicarlo a quien me lo pide, no lo sé”, decía Agustín de Hipona.

 

El personaje laveaguesco, Valentín Gómez Farías, está lleno de incertidumbres, de vacilaciones y María Inés será la partera de la otra historia del joven médico: “Detrás de la imagen de ciudadano ejemplar que te habías forjado, de la del devoto profesionista que no faltaba a misa los domingos, bullía un rebelde. Por tu cabeza se refocilaban ideas como la de crear una milicia para salvar al país”.

 

Esta obra literaria tiene un denso phatos y está profusamente documentada; narra la lucha por el poder en México, cuenta del combate fratricida entre las diferentes castas surgidas en la colonia y relata la guerra entre las distintas clases socioeconómicas, culturales, religiosas, políticas, ideológicas y militares: liberales contra conservadores, que no trata del combate o la barbarie entre diferentes “razas”, éstas no existen, sólo hay una, la humana: “salimos huyendo para Querétaro. En el trayecto, vimos decenas de ahorcados. A algunos les colgaban los globos oculares fuera de las órbitas. Esto, el olor de los cuerpos putrefactos y los zopilotes que acechaban, provocaron a mi madre una crisis de nervios”.

 

La obra de Gerardo Laveaga es un mural del México decimonónico, es un texto similar a otras novelas históricas como, por ejemplo, Los bandidos de Río Frío; Noticias del imperio; Los pasos de López; El general en su laberinto o El camarada Ricardo Flores Magón, por citar algunas.

En esta novela, los planos de la política, la ciencia, el arte,  las costumbres, la gastronomía, la música, la filosofía, y la guerra  se enciman, se unen, divergen y convergen en un aleph de una época aciaga, pero con mujeres y héroes valientes, decididos, hombres y mujeres de acción, más que contemplativos, y en este aquelarre por la libertad, también se mezcla  el amor, la sexualidad y el erotismo, tanto el heterosexual, como el de los urnnings, el amor homosexual, ¿qué, aún en pleno siglo XXI caben las diferencias de la ética supersticiosa, caro Bertrand Russell?: “No  sé qué ocurrió después, pero de pronto ya estaba en la cama, completamente desnudo, al lado de Humboldt, que también se había desnudado”, recuerda Lucas Alamán  a Alexander von Humboldt, luego de una larga charla erudita y alumbrados con las flamas temblorosas de un vino.

 

Y como en otras novelas de Gerardo Laveaga, Valeria o Justicia, por ejemplo, en Si tú quieres, moriré, el  personaje principal en torno a quien se crean las diégesis y sus metadiégesis, los ripios, Borges dixit, no se construyen alrededor de un varón, de un hombre, pues; no  serían los Gómez Farías, los López de Santa Anna, los Iturbide, los  Francisco García Salinas, los Lucas Alamán o los Humboldt, sino la protagonista principal, creo yo, es una mujer-personaje, María Inés Vázquez de Zermeño, ¿alter ego laveaguista, recuerdan el Madame Bovary, c’est moi?, bella, liberal, culta, valiente, políglota, inteligente, cosmopolita, bailadora, gozosa de su sexualidad, pero estéril y fiel sacerdotisa de Baco y, por ende, revolucionaria.

 

Ella será la musa, la compañera, la pareja, la amante, la consejera de alcoba de Gómez Farías e inspiradora de la independencia de México en el caos-equilibrio del mundo literario de Laveaga: “Pero yo no era una muchachita provinciana, Valentín. Tenía más experiencia de la que tú podías imaginar… y una visión amplia de lo que era el sexo. Siempre había detestado que, en su afán de controlar la vida de la gente, la Iglesia hubiera determinado que este no podía practicarse sin una patente eclesiástica, so pena de arder en el infierno. Aquello era una monstruosidad. Yo no iba a tolerar que la Iglesia ejerciera autoridad alguna sobre mi cuerpo”: María Inés habla, ¿o no mi querido Ricardo Flores Magón?: “No hay nada más vergonzoso que para un acto tan íntimo entre dos haya que pedirle permiso a un tercero”.

Y el rompimiento de las fronteras corporales, para bien o para mal, es la ruptura de los límites intelectuales, del amor y, ergo, de la moral, ¿verdad, Valeria, verdad María de Magdala, verdad María Inés, verdad Ana Magdalena Bach, verdad?

Si tú quieres, moriré es una novela circular, donde la subjetividad-objetividad de los protagonistas, así como sus alucinaciones, sueños, pesadillas, delirios o enfermedades en altamar, como en la primer novela publicada de Julio Cortázar, Los premios, logran darle la densidad y verosimilitud a la narración, a partir de lo que los Formalistas rusos llaman “técnica de la composición grotesca” o de la descripción minuciosa del detalle de las fiestas, las ropas, la comida o las medicinas y los epos.

Está escrita en las tres personas, además de utilizar el género epistolar entre los protagonistas con lo que Laveaga logra una mayor incisión psicológica de los personajes y, por ende, de él.

Y, así, se cumple una de las premisas básicas del verdadero arte: el conocimiento o la introspección del Yo, del Self, opina György Lukács.

Laveaga con su novela hace una catarsis, una abreacción al más puro estilo griego y denota un nacionalismo y un humanismo sensible, mediante sus personajes, sus acciones y diálogos, además de que muestra el perpetuo ollin entre eros y thanatos, el eterno retorno nietzscheano, el Zeitgeist, primero como tragedia, luego como farsa. ¿o no, Don Saturno Marx?

Y para darle mayor tensión a su obra, Gerardo Laveaga recurre al clásico triángulo amoroso entre María Inés, Valentín y Francisco y éste le escribe a ella tan kitsch, pero tan camp, “que resulta ser muy bueno”, Monsiváis dixit, y el que estuviere libre de enamoramiento hasta la pituitaria, que arroje el primer verso cursi: “Moriré si no le confieso mi amor. ¡Daría cualquier cosa por casarme con Vmd! !Por amanecer a su lado el resto de mis días, por luchar para construir una Nueva España donde convivan ricos y pobres, donde florezcan la industria y el comercio, sin los abusos que hoy se dan”.

María Inés Vázquez de Zermeño nos recuerda a La Güera Rodríguez, amante y musa de Iturbide y de otros revolucionarios: “Su cabeza llegaba al corazón de cualquier hombre”, decía de ella Artemio de Valle Arizpe  y  también nos hace rememorar a  Manuela Sáenz, amante y musa de Simón Bolívar y Alexander Von Humboldt, “romances que la sociedad de esa época aplaudía”, sí, Manuelita, “la libertadora del libertador”, como Bolívar le llamaba y ella le correspondía: «Señor mío, mi amor: no me basta decir te quiero; por eso lo escribo, por la necesidad y el apremio de mi pecho. Quiero grabarlo en las nubes, en el cielo de mi Quito quiero”. La Rodríguez y la Sáenz, siempre serán recordadas en el imaginario colectivo porque las dos fueron latinoamericanas, instigadoras, artistas de la política, de la guerra y del tálamo, así como precursoras de la independencia de México y de otras naciones y porque con sus palabras, con su cuerpo, con sus acciones, con sus aromas y sus alfombras de susurros carnales, alentaron a la rebelión, al alzamiento digno: “Una mujer desnuda y en lo oscuro, es una lámpara encendida”, Sabines poetiza, sí, y no sólo para el revolucionario, sino también para los pueblos macerados.

 

Y  a la distancia, con perspectiva histórica y luego de analizar la psicología del personaje de María Inés,  cabría volverse a preguntar sobre el papel de la mujer en la revolución: ¿por qué lo hacen, por la trascendencia espacio-temporal, por vanidad, altruismo a secas o egoísta femenino, por ansias de ser eternas, para la evitación de ver el dolor ajeno, por la ética de la limosna, egolatría, culto a la personalidad, amor al prójimo, pensamiento revolucionario, ética cristiana, sublimación, deseos de poder, cálculo, por el deber ser, guadalupanismo, protección maternal hacia los desposeídos o trascendencia de la vida?: “¿Ha tenido sentido mi vida? ¿Ha valido la pena lo que hice y lo que dejé de hacer? ¿Hasta dónde han sido congruentes mis actos con mis pensamientos”, escribe en la novela Laveaga. ¿Por todo a la vez? ¿O por nada? Menudo trabajo contestar estas preguntas para la ciencia, la filosofía, la neurofisiología, la psicología, la psiquiatría, el derecho, la neurobioquímica, la sociología o el arte.

 

María Inés es la musa, aconseja, inspira y es confidente en la recámara y en el cuartel, en el tálamo y en el palacio, en el gabinete y en los jardines, en México o en Venezuela o en Moscú.

Sí, María Inés es la Axinia, ¿verdad Shólojov?, es la compañera fiel, íntegra, que todo  revolucionario, político honesto o artista desearían  para  enredarse  entre sus cabellos mientras  hacen el Amor y  la Revolución, ¿o no, Señores, Dantón, Marat, Hidalgo, Morelos, Zapata, Magón, Lenin, Trotsky y Guevara?: “Fueron esas dudas, precisamente, las que te acercaron a mí; las que nos permitieron vivir aquel torbellino íntimo, mientras la Nueva España entraba en parto… tú no tenías idea de que estabas destinado a ser uno de los principales parteros de México”, le diría María Inés a su Valentín, que, entonces, no lo era tanto.

 

Así, sexualidad, amor, planes revolucionarios y lenguaje crepitante, sin cursilerías ni concesiones, se entrelazan entre María Inés y Valentín en las charlas de sobrecama: “Era el principio de nuestra relación. Te impresionó el vello de mis axilas y el de la entrepierna” o “Como luego supiste, yo desconfiaba de la mayoría de los políticos. Casi todos ellos se esmeraban en convencer al pueblo de que lo servían, cuando sólo lo esquilmaban”.

Si tú quieres, moriré es una novela no sólo de historia, sino que también narra los recovecos de la política y la simulación, de la traición, de la deslealtad, del doble lenguaje y las mentiras de las castas hegemónicas, aún no kakistocracias, dirían Bobbio y Bovero, y trata de la valentía, de la honestidad, del humanismo, de la lucha contra los fanatismos de la ética supersticiosa de la religión católica y contra los dogmas de gobiernos imperiales.

 

Es el retrato de la corte a la mexicana, de sus fiestas o saraos con sus charlas sobre política, arte, ciencia y sus conciliábulos en los palacios de gobierno, en los grandes salones de las haciendas, en los cuarteles, en las alcobas y en las iglesias: “En toda sociedad, unos mandan y otros obedecen. Así lo estableció Dios, Nuestro señor. Por eso no sólo debemos agradecer que nos haya colocado de un lado y no del otro”.

Es el Derecho divino o de sangre contra la meritocracia, contra el trabajo, versus el esfuerzo de la burguesía incipiente, surgida durante el Renacimiento.

Y la Nueva España, “tan dulcemente ensangrentada”, era víctima de sus políticos criollos, venales, “los hijos de La Malinche”, “los hijos de La Chingada”, pues, como les llama Octavio Paz, parricidas, comodinos, matricidas, dados a la molicie, a la pigricia, entreguistas y mercenarios a la disposición de cualquier gobierno extranjero, palabras más, palabras menos, opina José Antonio Crespo en su libro Contra la historia oficial de México: “¿Vamos a tolerar que Estados Unidos cerque a México por el norte y por el sur? Inglaterra y Francia no lo van a permitir”, decían los procónsules cuando se repartían México.

 

La obra de arte, por antonomasia, tiende a la homeostasis, a combatir el caos, la entropía del Mundo real, según los cánones estéticos griegos, y éste es el caso de la novela histórica de Gerardo Laveaga, la cual hace una descripción minuciosa de la geopolítica imperialista del siglo XIX, muy a lo Jalife Rahme, donde las potencias luchaban por la conquista de nuestra nación, de El Dorado mítico, adonde hasta Nietzsche deseó venir a morir sifilítico y mercurial, sí, a fenecer en México.

Las potencias eran impulsadas por la rapiña, por el saqueo de la materia prima y por explotar a los esclavos de los nuevos territorios, combatían por “civilizar”, “salvar” y “evangelizar” a los nativos apoyados en la cruz y la espada: “Ellos llegaron, traían la Biblia, nosotros teníamos la tierra, ellos se quedaron con la tierra, nosotros, con la Biblia”, diría Eduardo Galeano.

 

Y, ¿te acuerdas, Santa Anna, de la guerra contra los gringos?: pues si revivieses, comprobarías que te quedaste corto, y es precisamente con esa lucha sangrienta entre los liberales, masones, y los “conservadores”, léase “traidores a la patria”, según Benito Juárez, que se  desgarra a la Matria y, como ejemplo, recordemos a Juan Nepomuceno Almonte, “El espurio de la patria”,  e Hidalgo, hijos de los curas guerrilleros, independentistas, José María Morelos y Miguel Hidalgo, y su entreguismo al emperador Maximiliano de Habsburgo y a Carlota, y que, por cierto, ¡oh, paradojas!, José Antonio Crespo escribe que Maximiliano era más liberal y humanista que sus hermanos masones “liberales” mexicanos que lo fusilarían en El Cerro de las Campanas: Acábanse en Palacio/ tertulias, juegos, bailes,/… La chusma de las Cruces/ gritando se alborota;/ adiós mamá Carlota,/ adiós mi tierno amor/… adiós mamá Carlota, cantaba el pueblo los versos que Vicente Riva Palacio compondría contra la corona imperialista de Napoleón III, abollada y ejecutada en el México bronco.

La novela de Laveaga retrata la lucha de los feudales peninsulares contra el nuevo “establishment burgués” criollo, nativo y mestizo: “La Nueva España estaba enferma. Los españoles seguían sirviéndose con la cuchara grande. Quizás habría que desencadenar una revolución, sí, pero no como la que intentó Hidalgo, sino otra más inteligente”: “Defenderemos con ahínco igualdad y libertad. Nos opondremos a cualquier atisbo de tiranía y de privilegios para unos cuantos. México no puede sostenerse sobre la mendicidad que mantiene a los muchos trabajando por los pocos… La lucha no será fácil, pues existen miríadas de intereses encontrados, pero la daremos y dejaremos el alma en ello”.

 

Y alguien escribió de Si tú quieres, moriré, que es una “Novela disruptiva, de prosa pulida, epistolar por momentos, alucinante por exigencias de la trama y trufada de alusiones a asuntos actuales —amenaza de muros fronterizos, nacionalismo acendrado, discriminación rampante, (y) los ‘privilegios’ de algunos a costa de muchos”.

Los liberales mexicanos independentistas se inspirarían en la gesta de dos jóvenes abogados y un médico revolucionarios de la Francia del siglo XVIII y XIX, Robespierre, Dantón y Marat, respectivamente, e influenciados en la nueva ideología antimonárquica, antifeudal y anticatólica, “No es una revolución, majestad, es una mutación», volverían a gritar en el París del 68.

 

Esos guerreros de la independencia serían sazonados en Un viejo fantasma recorre el mundo: los espectros de la Liberté, Égalité, Fraternité, para lograr   un nuevo México más justo, más equitativo, más humano, menos bárbaro: “Te pesaban la enfermedad, desnutrición, el analfabetismo… Pero también los privilegios de los hombres decentes, de los prelados gordinflones y de los militares que todo querían arreglarlo a balazos. Habiendo tantas personas talentosas y capaces, no podían prosperar en aquel escenario, porque no contaban con la protección del clero o del ejército. ¿Cómo se iba a librar México de la desigualdad, mientras aristócratas, sacerdotes y militares mantuvieran canonjías que no (deberían) por qué tener, como sus fueros?”.

Y Valentín decía: “Si yo tuviera una pizca de las agallas de Hidalgo o de Morelos, me lanzaría a poner fin a tanto abuso”: “La comodidad en la que vives te impediría hacerlo”, le puyaba María Inés.

Y la joven revolucionaria María Inés, bien podría haber gritado, y lo hizo, in extremis, como otros jóvenes muchos años después: “Graciosos señores de la política: ocultáis detrás de vuestras miradas vidriosas un mundo en vías de destrucción. Gritad, gritad; nunca se sabrá lo suficiente que habéis sido castrados”.

 

Cara lectora, caro lector: Queda abierta la invitación a leer y releer la novela de Gerardo Laveaga, Si tú quieres, moriré, misma que aspira a entender el por qué de las cosas y del hombre de la independencia de México y, claro, para entender sobre ellas, de ellas, y ésa es la perennidad de la literatura, y del Homo homini lupus, pues como decía Bretón: “La revuelta y solamente la revuelta es creadora de la luz, y esta luz no puede tomar sino tres caminos: la poesía, la libertad y el amor”.

 

 

 

 

 

 

Huajuapan de León, Oaxaca, diciembre 2018;

Cuautla, Morelos, febrero 2019 y

La Quiñonera, Coyoacán, noviembre 2024