David Orozco de Gortari. La podadora

 

David Orozco de Gortari. Nacido en la Ciudad de México, hizo sus estudios de licenciatura en la Universidad La Salle y obtuvo el título de Ingeniero Mecánico Electricista por la Universidad Nacional Autónoma de México. Entre otras actividades extracurriculares, tomó un curso de metales en la Escuela de Artesanías del INBA.

Profesionalmente se desarrolló en la rama industrial. Participó, entre otros, en el programa OEA-92, para el fomento económico de comunidades indígenas en la Meseta Purépecha, en Michoacán. Participó en el Programa de Formación de Operadores de Maquinaria Agrícola para la preparación de tierras de cultivo y también en el Programa para el Rescate del Patrimonio Cultural y Artístico de los Ferrocarriles Nacionales (antes de su venta).

Actualmente explora el mundo de la literatura como vehículo para expresar inquietudes o reflexionar sobre la vida. Bajo la tutela del maestro Miguel Barroso Hernández, en el Taller de Escritura Creativa Miró; adquiere las herramientas necesarias para narrar sus propias historias.

 

La podadora

 

La noche del robo, yo tendría alrededor de doce años. Vivíamos en una casa antigua de la Ciudad de México, con un pequeño jardín al frente. Tuvimos mucha lluvia y los relámpagos parecían querer dejarle cicatrices al cielo. Se fue la luz y era imposible creer que alguien saliera con la intención de robar.

Al amanecer, mientras desayunábamos, mi abuelo entró furioso al comedor. ¡Se habían llevado la podadora! ¿Qué tipo de persona planeaba cortar pasto, durante una noche de lluvia?

La podadora era una máquina con ruedas metálicas y, al empujarla, estas hacían girar las cuchillas que cortaban de manera uniforme el pasto. Pesaba muchísimo, así que no podían haberla trasladado con facilidad. Seguro se la llevó algún vecino, con malos hábitos —pensé—; porque eso de llevarse algo, sin permiso, no estaba bien.  Monté en mi bicicleta y salí a buscarla, pero, tras recorrer todo el barrio, terminé regresando a casa sudoroso y frustrado.

—No te preocupes, mijo —dijo mi abuela—. Ya compraremos otra nueva. La que teníamos estaba muy oxidada.

—¡Mejor, me doy una vuelta por la colonia vecina! —. Estaba inconforme y no quería que el supuesto ladrón se saliera con la suya.

—¡Yo te llevo! —gritó la abuela, decidida, sabiendo que era terco y no me daría por vencido.

Subimos a su coche y salimos cual agentes encubiertos. En silencio, imaginaba los hechos: alguien se había saltado la bardita, entró al fondo del jardín, abrió la puerta de la cochera y con la ayuda de otra persona, seguramente, sacó la podadora. De pronto, mi abuela giró en U, como si fuera piloto de la Fórmula 1:

—¡Ya sé quién la tiene! —dijo.

Severiano era un chamaco de 17 años, aproximadamente, que quería ser jardinero y en más de una ocasión estuvo preguntándole al abuelo por el funcionamiento de la podadora.

—¡Perdón! —afirmó, con una sonrisita nerviosa, cuando tocamos a la puerta de su casa—. ¡No lo vuelvo a hacer!

Le habían encargado la limpieza de par de jardines y se le hizo fácil probarse en el oficio utilizando nuestra podadora. Con la ayuda del hermano —que también fue su cómplice en el robo, durante el apagón—, metió la máquina a la cajuela del coche.

De regreso, me preguntaba cómo mi abuela lo había descubierto… “Más sabe el diablo por viejo que por diablo”: diría. Yo creo que, más bien, por sabia, aquella tarde se convirtió en la heroína de la historia.